Las novedades de la semana pasada en torno a Altos Hornos de México y a Odebrecht, sobre la aprehensión de Ancira y la orden cursada en contra de Lozoya, invitan a la suspicacia. Diez días atrás, después de una semana desastrosa para el presidente, Andrés Manuel López Obrador, tras conocer que el índice de popularidad comenzaba a desplomarse, irrumpe un asunto que concentra tanto una promesa de campaña como la indignación de los ciudadanos: la corrupción.
Da la impresión de que la palabra “corrupción” despierta los instintos más ocultos del mexicano. Desde luego, hay más que razones. Pero no puede ocultarse la oportunidad de estas operaciones, como también las dirigidas al descrédito de periodistas y escritores cuando se ventilaron los montos económicos que recibieron en el sexenio pasado no se sabe muy bien para qué. Estas operaciones se recibieron como algo excepcional, cuando deberían de ser una normalidad en un Estado de Derecho. Pero esa normalidad, presentada como excepcional, esconde algo más. Si la Justicia ya está actuando en unos casos y, en otros, a la espera, no parece que haya que dedicarles más tiempo a estos asuntos. Sin embargo, acaparan la actualidad.
Es difícil deslindar estas maniobras de las recientes elecciones efectuadas en diferentes estados. El interés político envuelve cada acción que, con aparente desinterés o en orden a un supuesto estado de derecho, ejecuta este gobierno. La acción de la fiscalía general no es otra cosa que actuar en función de aquello para lo que fue creada. Considerarlo, como hace el gobierno, un triunfo para la democracia, es una torpe manipulación.
Hay algo más que sospechas acerca de la complicidad entre la justicia y el ejecutivo. No es irrelevante que la fiscalía, entre tantos casos, se haya enfocado en Lozoya, figura relevante de la campaña presidencial de Enrique Peña Nieto en 2012. López Obrador parece jugar a la contaminación: procesar a Lozoya opera como metáfora del juicio a Peña Nieto. Peña Nieto no es Lozoya, pero Lozoya sirve como un Peña Nieto de repuesto. Respeta así el pacto de impunidad con el expresidente, juzgando simbólicamente a su gobierno con uno de sus funcionarios más significativos. Como consecuencia, la popularidad de López Obrador se estabiliza o crece, pero frena su caída, algo muy oportuno para los comicios celebrados el domingo pasado.
Sin embargo, todo esto va más allá de los juegos políticos y electorales. Parece evidente el uso de la fiscalía para fines políticos, pero también el desprestigio de origen de la fiscalía al prestarse a esta manipulación. La reciente creación de esta institución comienza torcida su andadura al prestarse a los intereses del presidente.
Desde luego, las acciones emprendidas por esta institución se antojan justificadas. No lo parece el uso que hace López Obrador. La incertidumbre reside en saber si la fiscalía actuó con independencia o por orden del presidente. Todo indica que no lo sabremos. Sí sabemos que las acciones y las informaciones coincidieron en el momento más bajo de la popularidad de Andrés Manuel López Obrador y con unas elecciones a los pocos días. El dique de contención al derrumbe no podía ser más efectivos: corrupción y tráfico de influencias, las promesas que arrastraron los votos del presidente. Demasiadas casualidades para no ver la mano del gobierno en cada una de las informaciones y en cada uno de los casos abiertos.