Al demócrata no hay que recordarle que el sistema se articula a partir de la independencia de los tres poderes estipulada por Montesquieu: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Al autoritario, sobre todo si es presidente de la República, hay que recordárselo todos los días. Por instinto el político, aun siendo demócrata convencido, trata de acaparar espacios de poder. El autoritario, una vez en los espacios de decisión, se los apropia por decreto. Para el primero los equilibrios son necesarios, aunque su impulso natural lo lleve a abolir en lo posible los límites imaginarios que confinan las competencias de los tres poderes. Para el segundo, la coexistencia entre estos es un dolor de cabeza que hay que eliminar. En cualquier democracia violar la autonomía de los poderes es una tentación demasiado atractiva para el Ejecutivo. Con más razón se convierte en obstáculo cuando el titular únicamente aprecia una limitación en la división de poderes.
Andrés Manuel López Obrador representa cabalmente la ambición de un presidente que contamina al legislativo y judicial. Hay algo infantil en sus acciones que encubren una perversidad de fondo.
Hace un par de días canceló una importante infraestructura en el norte del país por la sencilla razón de que se le pegó la gana. Frente a este atropello que tanto recuerda al “exprópiese” de Hugo Chávez, la justicia debe de intervenir, como ya lo ha hizo en el caso de Santa Lucía. Da la impresión de que el presidente se entretiene con México como si fuera un juguete, como si en lugar de ganar unas elecciones hubieran llegado los Reyes Magos. Estas decisiones delatan una personalidad aparentemente espontánea que no oculta la premeditación. Parece que el presidente considera a México su encomienda, quizás por eso exhibe a la menor oportunidad su desprecio por la propiedad privada. Puesto que el país es suyo le parece una contradicción que alguien pueda comprarse un coche o una casa o un libro porque, al fin, es de su propiedad.
Frente al embate del Gobierno Federal, el legislativo y el judicial, cada uno dentro de sus competencias, deben de asumir su responsabilidad y actuar en consecuencia, que no es hacerlo a favor de sus intereses, sino de los ciudadanos que asisten perplejos a la violación de sus derechos. En seis meses López Obrador ha desmantelado las instituciones de nuestro país. Apenas quedan espacios en que no se advierta su presencia. Uno de ellos es el Instituto Nacional Electoral que es ya el nuevo objetivo que rendir a los intereses de Morena o de Andrés Manuel, que es igual y, en este caso, es lo mismo. Lo peor de la maniobra que urde el Ejecutivo es cooptar un instituto que paradójico contribuyó a su victoria, precisamente porque está al servicio de todos. Todo indica que Andrés Manuel quiere ahora que opere exclusivamente para los intereses de Morena. Es imperativo que los poderes legislativo y judicial actúen como contención a la ambición desmedida de un señor que piensa que México es rancho de su propiedad, es urgente que se defienda donde corresponde los derechos de todos los ciudadanos en apego a la legalidad, es impostergable que democráticamente se enfrente un indisimulable autoritarismo que ha enterrado en cuatro días lo que hemos avanzado en materia de derechos y democracia. Es el momento de que el legislativo y el judicial se enfrenten a los excesos del ejecutivo en virtud de su independencia y no se vuelvan sus comparsas.