México es, en teoría, un país donde no existe la discriminación.
Y digo “en teoría” porque esta conducta es, quizás, inherente a todas las culturas del mundo.
Los judíos discriminaban a los samaritanos. Los romanos a los griegos. Los europeos a los americanos, blancos o de color. En los Estados Unidos, los blancos a los negros (y no caigo en la trampa de decir “afroamericanos”) y en México los de piel más clara a los de piel más oscura.
Es inherente a la condición humana. No porque sea bueno, no, sino porque, de alguna forma, justifica para muchos el sentirse menos que los demás.
En nuestro país, a raíz de la “revolución” de 1910, se dio un fenómeno de discriminación inversa, aunque sólo en el papel ya que siempre la envidia pudo más que el ser objetivo. Había que discriminar a los “gachupines”, que vinieron a oprimirnos y a explotarnos (como si eso fuera cierto) y si no a los gachupines, por lo menos a todas las personas que tuvieran la piel o los ojos claros. Hubo extremos tan ridículos y frívolos, como exigir que las ganadoras de “Miss México” -así en inglés- tuvieran rasgos indígenas, porque nos representaban a todos los mexicanos, incluidos los del Norte. Y más recientemente, multitudes exigían que una jovencita indígena, sin ninguna preparación previa, ganara un premio Óscar, por el simple hecho de proceder del estado de Oaxaca. No importa que no sepa actuar y que su coestelar sí, pero esta última es “güera” y de ojos claros, no se lo merece.
En Chihuahua y en muy buena parte de los estados fronterizos norteños, es un fenómeno que no se da tanto como en el centro o el Sur del país.
Acá, donde huela a carne asada, los hijos de españoles son mexicanos y las personas que colaboran en las labores domésticas, son parte de la familia.
En la liberal y democrática ciudad de México, los hijos, nietos, biznietos, tataranietos de españoles son españoles o -lo que es peor- catalanes, gallegos, santanderinos, castellanos. Es risible encontrarse a algunos de ellos que “cecean” con acento chilango, a pesar de su tipo, obviamente no europeo. Al personal de servicio -las criadas- hay que uniformarlo para que no se confunda con los patrones. Y en las clases populares, los menos morenos discriminan a los más morenos.
Por eso hay tantos Brandones y Bryanes y Britneys.
Si todo se quedara en eso, serían sólo ocurrencias pueriles de personas acomplejadas.
A principio de la administración de Vicente Fox, se empezó a manejar un concepto, entonces revolucionario, que se llamaba equidad de género. Equidad, no igualdad porque, pésele a quien le pese, mujeres y hombres no somos iguales.
La equidad es como una balanza donde, a veces, uno de los dos géneros existentes pesa más que el otro. Es una herramienta de complementariedad. Lo que le falta a uno, lo tiene el otro o también, de común acuerdo las preferencias de uno pesan más que las de el otro. O la otra. Porque sólo hay dos sexos -masculino y femenino- y tres géneros, masculino, femenino y neutro y este último solo se refiere a las cosas, nunca a las personas. Nacemos hombres o mujeres y aunque lleguemos a extremos como el de una reasignación de caracteres sexuales secundarios, a lo más que llegamos es a parecernos al sexo contrario, pero el cambio de sexo solo sería posible si implicara la posibilidad de procrear y eso no existe tampoco.
Hablando de equidad, Ronald Reagan decía que, después de tantos años de matrimonio con su esposa Nancy, esto había sido posible porque ellos nunca pensaron en tener la razón al 50%, sino que siempre uno tenía el 70 y el otro el 30 por ciento.
Posteriormente, las corrientes anarquistas que vienen ahora del Caribe y de Sudamérica, han permeado en la sociedad, primero, que hombres y mujeres somos iguales. Luego impulsaron una supuesta política de género donde cualquiera puede decidir lo que quiere ser, independientemente de que la naturaleza diga otra cosa. Y ahora hay más de diez géneros, LGBTTABC…XYZ. Cada quién es lo que tiene ganas de ser.
Todavía ahí, a pesar de que es una burla al orden natural de las cosas, se puede entender por la relatividad en la que hemos caído. Nada es bueno, nada es malo.
De ahí los movimientos radicales feministas de izquierda, ahora desde Argentina, están aplicando, como obligatorio, que hombres y mujeres ya no somos iguales, sino que las mujeres (bueno, ellas, no todas) son superiores y que ya no nos necesitan a los hombres, para nada que no sea la procreación. Asumiendo que quieran tener hijos, porque la tendencia que manejan, actualmente, es que la maternidad es una agresión para el cuerpo de la mujer.
Y desgraciadamente hemos llegado a extremos en los cuales se burla la inteligencia de la mujer, al aplicar cuotas de género obligatorias y se discrimina a los hombres, al no permitirles acceso a posiciones que deberían de abrirse para los mejores, no para los que demuestren que no son hombres.
Nada menos hoy me tocó escuchar en el radio un anuncio sobre una posición de juez (el anuncio dice “jueza”), sólo para mujeres y explican que se trata de un gran logro de la ideología de género. No es importante que sean las mujeres más inteligentes o mejor preparadas, solo que demuestren que son mujeres. Eso es discriminatorio, no solo para los hombres, sino para las propias mujeres. En la historia reciente de México, nunca se había exigido que, para determinado puesto, tendrían que ser sólo hombres los que aplicaran.
Como el supuesto logro de la nueva directora general de una prestigiosa institución de educación superior, a quien se le felicita por ser la primera mujer que llega a ese puesto. Sin importar su trayectoria profesional, su educación, sus años de servicio. Sólo porque es mujer. Triste papel haría una persona que avanzara en su carrera profesional por su género. No le hacen ningún favor.
Y no faltan quienes dicen que la caballerosidad es una falta de respeto.
Si la mujer fue creada por Dios como una joya, ¿por qué la tenemos que tratar como si no tuviera ningún valor? A pesar de que, para engendrar a una nueva persona, participan hombre y mujer, es esta la que lleva en su seno a su hijo y no existe posibilidad alguna de que lo pueda hacer un hombre. Por muy iguales que seamos, esa dignidad solo le corresponde a la mujer. Por eso mismo, fue elegida para tener al Hijo de Dios.
Me niego a aceptar como natural lo que es, a todas luces, un invento cultural. Es anormal, en el mal sentido de la palabra, creer que hombres y mujeres, mujeres y hombres, estamos en una lucha permanente de poder, en busca de una supuesta superioridad. ¿Superior a qué y para qué? Es mucho peor que burlarse de alguien por el color de su piel o por su origen racial. Es atentar en contra la dignidad humana.
No deberíamos aceptar que personas irracionales y sin escrúpulos traten de convencernos de lo contrario a lo que la propia naturaleza hace.
No es cierto que los hombres somos superiores, pero tampoco es cierto que las mujeres lo sean. Somos sólo diferentes y en esa diferencia nos complementamos. Es lo que construye la armonía en el mundo.
¿Por qué no celebramos nuestras diferencias, en lugar de pelearnos para ser iguales, si nunca lo seremos?