Un impulso eléctrico cargado de terror e incredulidad atravesó nuestro sistema nervioso, la tristeza e impotencia protagonizaron nuestras llamadas, mensajes y publicaciones. Ningún tiroteo masivo en Estados Unidos había sensibilizado a tantos hispanos como el que vivimos este pasado 3 de agosto; por primera vez sentimos claramente el odio que sus prejuicios orquestan.
Hombres, mujeres y niños, murieron a causa de jóvenes que ignorando su propia raíz, tenían tanto miedo de perder su sentido de pertenencia, que prefirieron perder su propia vida y en el camino el de muchas familias.
Pero el miedo no es innato, es una construcción cultural. Lo que experimentamos este fin de semana, así como las manifestaciones de odio que se han hecho presente no solo en los Estados Unidos si no al resto del mundo, es miedo disfrazado de racismo. El miedo y el odio tienen el mismo origen (Zygmunt Bauman, 2016), se alimentan uno al otro, buscan, inventan e interpretan “errores” en el contexto cultural para justificar sus sentimientos. Pero al final, sigue siendo solo miedo: miedo a perderse, miedo a ser desplazado, miedo a ser desvalorizado, miedo a que nos arrebaten lo que amamos, miedo que nace de la ignorancia, la impotencia y la humillación.
Aun así, el miedo no es suficiente para que una persona, decida comprar un arma y organizar una tragedia de esta magnitud, para ello se necesita un ideal extremista, que valide nuestras creencias y nuestros miedos.
A este fenómeno se le conoce como polarización de los grupos. Al vivir en un mundo multicultural, con libre albedrio y con acceso ilimitado a la información, vamos fabricando nuestra personalidad y con ella, nuestro ideales y creencias. Y es así que decidimos que religión practicar, que corriente política seguir, que ideales de genero apoyar, que derechos defender, que prácticas sexuales aceptar, etc. De tal manera, que cuando coincidimos con un grupo que manifiesta ideales similares a los nuestros, refuerza nuestra postura inicial, y a su vez nos hace sentir orgullosos de nuestra actitud, lo cual motiva a implicarnos activamente en la causa.
De manera inconsciente nos identificamos y buscamos características comunes con los miembros del grupo, y de esta manera validamos nuestras propias creencias. Estamos receptivos a las opiniones de los demás y nos sentimos en libertad de manifestar nuestros pensamientos, de tal manera que creemos firmemente que nuestra causa es la correcta. Después del encuentro (físico o a distancia) con el grupo, nuestros ideales son los mismos, pero mucho más extremos e intensos.
Existen dos posibles explicaciones a este fenómeno:
La influencia informativa: cuando formamos parte activa de un grupo, se llevan a cabo varias discusiones de temas, en las cuales las opiniones tienden a ser homogéneas, haciendo un refuerzo de las mismas y aunque en ocasiones pueda llegar a surgir un punto de vista antagónico, varios contraargumentos se harán presentes, validando el punto inicial.
La influencia normativa: bajo este proceso la persona adopta la postura de la mayoría, para ganar aprobación y evitar el rechazo. Es así que se crea un conformismo con la normas y con las exceptivas sociales aprobadas por el contexto.
Es bajo esta polarización del grupo que las personas pueden llegar a tomar posturas radicales y extremistas de sus propios ideales, nublado la realidad y llevándonos a tomar decisiones arriesgadas, imprudentes y desconsideradas; sin medir las consecuencias de nuestros actos.
Ningún grupo que mantenga una única postura de un tema, y se niegue rotundamente a otras variantes de su mismo ideal, es sano. Nada es blanco y negro, cualquier creencia tiene matices. Lamentablemente, acabamos de presenciar las consecuencias de un grupo polarizado, que cree firmemente que su postura es la única aceptable.