¿A quién le pertenece la belleza? Una crónica del racismo en México

Estoy en México desde hace más de un año y no me canso de ser tratada como si fuera un personaje de sangre azul, sólo porque soy de Rumania. No de Francia, ni de Suecia, ni tampoco de Alemania. Para la gente de aquí no hay diferencia entre el Este y el Oeste de Europa. En el viejo continente, por otro lado, las cosas son diferentes. Las migraciones masivas de Polonia, Bulgaria, Eslovaquia y otros países, pero sobre todo de Rumania (la nación que tiene la quinta diáspora más extensa del mundo, en relación al número su población) hacia el occidente europeo han causado olas extensas de odio y prejuicio. Pero estas diferencias no han cruzado aún el Atlántico. Para la mayoría de los mexicanos, todo lo que viene de Europa debe ser educado, hermoso y con gustos finos. Es más, cuanto menos saben de un país europeo, más piensan que debe ser muy sofisticado y aristocrático. El tener la piel blanca, el hablar un español con acento desconocido y ser más alta que el promedio nacional me hace sujeto de atención y buen trato. Me tomó dos años darme cuenta que esta admiración viene con un reverso de la medalla: allá donde el blanco es elogiado, inevitablemente el no-blanco se topa con un rechazo profundo.

Ciudad de México: dividida entre blancos y… todos los tonos de moreno

A cada paso, cada día, puedo notar la segregación basada en el color de la piel. Descubrí que en las zonas marginales, pobres y peligrosas de la capital te topas con rasgos faciales y corporales indígenas, mientras que, en las colonias ricas, coquetas y seguras, desfilan mayoritariamente mexicanos con apariencia europea. Las diferencias son tan evidentes que si no fuera por los vendedores callejeros que vocean sus productos de manera inconfundible, tendría serias dudas de si aún me encuentro en el mismo país.

De hecho, el departamento en donde vivo está ubicado en una zona que corresponde más bien a la primera categoría de colonias: vivo en la colonia Obrera. La renta es barata, la casa es espaciosa y en media hora caminando estoy en el glamuroso centro de la ciudad. Es cierto, nunca vuelvo a casa sola después de la puesta del sol y nunca hago excepciones a esta regla —conozco ya a algunas personas que han sido atracadas por aquí, a la luz tenue de las farolas—.

Al fin de cuentas, estoy contenta con el lugar donde vivo, lo que no puedo decir sobre las miradas contrariadas de los mexicanos. Simplemente no encaja con lo que ellos saben sobre colonias y colores de piel. Incluso, un amigo me lo dijo a la cara: “No me esperaba jamás que tú vivieras en La Obrera. Podría jurar que habías rentado en la Condesa o La Roma”.

¿Este? Se parece al albañil que me pintó la casa

La primera vez que me pasó esto pensé que era una excepción y que, simplemente, no teníamos gustos similares y punto. La segunda vez, lo atribuí todo a una casualidad inexplicable. Pero a medida que la historia se repetía, empecé a acostumbrarme a la idea y, por pura diversión, sacaba mi teléfono y buscaba la foto del chico mexicano que conocí hace más de un año. Al saber de antemano cuál iba a ser la reacción de cualquier mexicana a la que le mostraral la foto, nunca lo hacía antes de hacer una exhaustiva presentación de la corta historia de amor entre nosotros, del delirio que me abarcaba cada vez que lo miraba, cuando notaba la intensidad del negro de su pelo, su dureza, la belleza de su piel como la miel y sus dientes blancos perfectos.

Así pues, contaba yo sobre José Manuel con la pasión que suelo poner al relatar mis historias de amor. Mis amigas mexicanas, románticas incurables por naturaleza, se llenaban de emoción con las palabras que salían de mi boca. Así que, cuando llegaba el momento de la revelación, con la olla casi hirviendo, la decepción instantánea al ver el rostro de José Manuel estaba garantizada.

 —¿Es él?

Sus respuestas se extendían en una amplia escala. Por un lado, el amable, algunas me decían: Puedes conocer mexicanos más guapos. Por otro, el desdeñoso, otras me soltaban: ¿Este? Se parece al albañil que me pintó la casa.

Recuerdo una noche de buen humor en un hostal mexicano —probablemente el hostal más acogedor que jamás haya conocido—, bebiendo una Corona con limón y rodeada de buen ambiente. Allí conocí a una mujer mexicana, en sus treintas, con un humor abrumador. Le conté la historia, le mostré la foto y esperé su reacción. Lo que recibí a cambio fue una avalancha de bromas que despertaban alrededor de la mesa carcajadas que sacudían la tierra, y yo sería una hipócrita si no reconociera que reía con los demás comensales. Claro que lo hacía, y con mucho ánimo. Las bromas irrumpían de su boca como la lava de un volcán, y todas servían a una causa única: evocar la semejanza entre José Manuel y la categoría social no calificada, empleada sobre todo en construcciones.

Era muy ingenua en aquel entonces. No me daba cuenta de la cara pérfida del racismo mexicano que se presentaba ante mí sin el más mínimo pudor. Pensaba que esta discrepancia de gustos entre yo y todas las mexicanas con las que entablé una amistad se debía a una banalidad. Pensaba que yo me moría por José Manuel por el simple hecho de que su herencia física de mestizo y sus rasgos indígenas eran plenamente diferentes de todo lo que había conocido antes. Por otro lado, pensaba yo, la nariz aplastada, los ojos de un marrón puro, los labios gruesos, las pestañas largas y derechas y la cara redonda, sin pómulos evidenciados, habían de ser rasgos muy comunes en México y, por ende, indignas de interés especial por parte de sus compatriotas.

¡Falso! La causa del instituto que llevaba a mis conocidas a rechazar a José Manuel a primera vista no era lo común de sus rasgos, sino la asociación inmediata con una clase social menos privilegiada. De acuerdo al destino impuesto por la apariencia, en los ojos de sus compatriotas, José Manuel no podría llegar jamás a ser un intelectual o un director, porque estaba condenado a ser asociado siempre con un albañil, un obrero, cuyo ser no podía ser objeto de una pasión ferviente de mi parte.

No tarde mucho en darme cuenta de que, para mis amigas mexicanas, lo que más se acercaba a la verdadera belleza era la piel blanca, los ojos de color claro y una altura imponente. O sea, todo lo que no era José Manuel.

 —Mexicanos guapos —decían, en broma pero no en broma—, ¡en Guadalajara!

El beneficio de la duda como privilegio

Con el tiempo, llegué a darme cuenta de que el fenómeno al que me enfrentaba era la mentalidad colonial: una actitud internalizada, ciega a la sucesión de las generaciones, que se manifiesta por la convicción de que los valores culturales del colonizador son, de manera incuestionable, superiores a los propios.

Pero al clima no le importan estos disparates humanos. En una de las tardes preciosas de agosto en la Ciudad de México, a la que no se le puede pedir más. Una de las tardes en las que, si te apetece llevar jeans y sudadera, puedes. Si se te antoja traer una chamarra ligera de mezclilla, adelante. Si prefieres un vestido veraniego, no lo dudes. Mi hermana y yo fuimos a pasear, cogidas del brazo, por la Colonia Roma, el barrio más cool de la capital de México. Mientras me froto la barbilla, me pregunto, ¿quién habrá difundido con tanto éxito el rumor de que México es un lugar peligroso? Y la confianza que antes tenía en el mundo empieza a quebrantarse al ver que pueden existir rumores como este. Nada huele a peligro aquí, en esta zona elegante, atiborrada de casas y villas suntuosas que compiten entre sí al exponer sus arquitecturas góticas, art nouveau, art déco o de influencia árabe.

En la colonia Roma abundan los bares, las terrazas con aire europeo y la gente que disfruta de un trago en ellas luce atuendos modernos. También se pueden ver tiendas de antigüedades, librerías, boutiques y los carros que pasan son tan lujosos como sus “mercados”, que en realidad están en construcciones modernas que contrastan con los puestos ubicados en cualquier otro rincón de México, con techos de celofán y paredes de tela de rafia. Las glorietas tienen fuentes esculpidas que parecen traídas de Italia y estatuas enormes. Se podría fácilmente confundir este lugar con cualquier barrio coqueto ubicado en el viejo continente, si no estuvieran los boleros con sus sillas rojas, altas –como tronos–, desde donde invitan a los transeúntes. Otro distintivo son los vendedores ambulantes y sus sonidos tan fuertes, impregnados en esta urbe colosal. Ah, y si no estuvieran las tiendas Oxxo, claro –con sus colores tan llamativos–, y porque no puedes cruzar dos esquinas sin que una de estas tienditas se te aparezca.

La anécdota justamente se desenvuelve en un Oxxo. Todo comenzó cuando mi hermana quiso comprar una botella de agua para no pasar sed durante la noche. Así que entramos alegres al establecimiento. Todo era diversión y falta de preocupaciones, como dos hermanas que se ven después de más de un año y medio. Recuerdo que nos daba risa el efecto que producía la estatura de mi hermana, de un metro ochenta, en un país en donde la altura media es de un metro sesenta. Pagaría por revivir ese momento, por verlo como si estuviera en el cine disfrutando de una comedia, esos ojos grandes, como globos de cumpleaños, al ver a mi hermana.

Es un tipo de asombro mezclado con admiración que –aunque me gustaría atribuirlo únicamente a la gran altura de mi hermana–, sé que no se debe sólo a eso, sino al hecho de que venimos del otro lado del Atlántico.

Sabíamos que muchos ojos nos miraban, pero poco nos importó. Me dirigí hacia la nevera que tenía botellas de agua, agarré una y seguí dando vueltas entre los estantes, en un intento de averiguar qué podría faltarnos para el desayuno de la mañana siguiente. Y cuando estás tan distraído como estaba yo aquella tarde, es posible que se te olvide que llevas una botella de agua bajo el hombro —y que tire la primera piedra el que nunca ha sido culpable de semejante omisión—. Mi hermana no se adentró en los pasillos, me esperó en la entrada del Oxxo, y seguía con su mirada mi camino, y fue así como se dio cuenta de que debí haber pagado por la botella de agua. Cosa que no hice. Se me olvidó.

—¿No vas a pagar por el agua? —me preguntó desconcertada.

Al girar la cabeza, descubrí al chico que estaba detrás de la caja, cuya expresión, al ver que regresaba a cumplir mi deber cívico, cambiaba de tensión a alivio, acompañado de una sonrisa servicial.

—Ese muchacho no se atrevió a decirte que debías pagar el agua— me advirtió mi hermana.

—¿Qué quieres decir? —le pregunté confundida.

—Vi cómo te miraba cuando salías. No conseguía decidirse entre decirte algo o no.

Sólo me queda especular que el cajero del Oxxo sintió vergüenza de pararme para que pagara el agua, por miedo a que su justa solicitud pudiera ser percibida como inadecuada, que pudiera decir algo malo sobre él, cuando en realidad la que casi roba soy yo. Mi falta de atención podría ser fácilmente pasada por alto, al fin y al cabo soy de Europa y por lo tanto, puedo tener el privilegio del beneficio de la duda.

El mito del mestizaje

Cuanto más pienso en todo esto, más me sorprende cómo esta desigualdad, asentada por todas partes, desde la arquitectura hasta el cuerpo, se siguió perpetuando a través de los siglos. Esta fuerte polarización se encuentra en todas partes, empezando por el mito del mestizaje, con el cual la idea del Estado mexicano ha sido creada, a partir de la supuesta unión entre los conquistadores y los conquistados. Utilicé la palabra mito por lo que veo yo a través de mis ojos extranjeros. Creo que por el simple hecho de ser de Europa, a pesar de venir de un país que pertenece a una región que no goza de buena fama allá, me da un estatus privilegiado en México que no podría existir si el mestizaje verdaderamente hubiera ocurrido.

En mi país, por ejemplo, el desdén nacional está dirigido principalmente hacia la población romaní –mejor conocida como gitana. Más que desdén, se trata de un odio general hacia una población que, hace tan sólo un poco más de un siglo, se logró liberar de la esclavitud y que, por culpa del desprecio injustificado hacia ellos, no consigue realmente integrarse y salir de la pobreza. Pero pocos rumanos conocen la verdadera cara de la historia. En la escuela no se nos dice nada sobre los oscuros y largos siglos de opresión hacia los gitanos. La hostilidad se enseña de padres a hijos y muy pocas veces es cuestionada.

Desafortunadamente, el racismo sigue siendo parte de la sociedad y de la mentalidad humana. La creencia de que el Oeste es mejor se sigue perpetuando desenfrenadamente. Seguimos pensando que algunos son superiores a otros y que otros no les llegan ni al tobillo a los dioses. Seguimos calificando como alta cultura la de algunos y como folklore la de otros. Seguimos reproduciendo la idea de que a algunos les pertenece la belleza y los otros sólo son dignos de admirarla desde lejos. ¿Hasta cuándo vamos a seguir permitiendo que estas convicciones nos sigan separando? ¿Dejaremos, acaso, que el peso del pasado le gane a las demandas del presente?

Tomado de cultura.nexos.com.mx

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Otorga federación al gobierno de Chihuahua el inmueble del Cereso3 en Juárez

El Gobierno Federal destinó al Gobierno del Estado de Chihuahua, el inmueble federal del Cereso 3 en Ciudad Juárez.

El  04 de marzo de 2022, el Gobierno del Estado de Chihuahua, solicitó se le otorgue el Acuerdo Administrativo de Destino del inmueble federal, para continuar utilizándolo como instalaciones que ocupa el CERESO Tres de Ciudad Juárez, para formar parte del Complejo Judicial del Distrito Judicial Bravos.

El inmueble cuenta con Registro Federal Inmobiliario 8-8923-7, con superficie de 300,281.075 metros cuadrados, ubicado en Calle Barranco Azul sin número, Colonia Toribio Ortega, Código Postal 32675, Municipio de Juárez, Estado de Chihuahua.

El Gobierno del Estado de Chihuahua, deberá custodiar y vigilar el inmueble, quedando obligado a cubrir los gastos necesarios para su conservación y mantenimiento, y demás servicios inherentes que en su caso se generen, así como el correspondiente aseguramiento contra daños del inmueble

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