Cómplices en casa

El #Quédatencasa, el confinamiento o la reclusión no es fácil. Quiénes tengan una familia numerosa bien lo saben. Los primeros días la novedad de la convivencia obligada se presentan como un haz de posibilidades: planes y proyectos compartidos por todos pero que con el mismo entusiasmo con que se reciben se olvidan. Curiosamente otros hay que apenas convenidos adquieren en lo inmediato protagonismo. Cada familia tiene sus propias dinámicas que no son equiparables a ninguna otra. Esto también forma parte de la convivencia familiar. La hipotética organización de los primeros días rápidamente sucumbe al desorden diario. Aquellas ilusiones son hoy estas realidades. En sí mismo, no se me antoja que esté bien o mal. La vida misma de cada integrante se desborda en el espacio del confinamiento.

            Con todo, algo parece ordenar la vida de los hijos y de los padres. Ese algo no es otra cosa que las clases que los primeros deben seguir. Se trata de una obligación a la que necesariamente cooperan los mayores. La escolaridad irrumpe como directriz en torno a la que se ordena la rutina. Por lo menos, hay algo aunque venga de fuera que colabora para introducir cierto orden al servicio de la rutina. Sucede que las clases que reciben los pequeños se convierten también en las clases que reciben los padres; las tareas a presentar son quehacer de los mayores; las lecturas de aquéllos son también las de éstos. Algo semejante a un regreso al futuro.

Más interesante es nuestro grado de comprensión de las tareas requeridas. No es lo mismo enviar a lo niños a la escuela que hacer en casa de maestros-sustitutos. Confieso que para mí es algo más que una rareza. En ocasiones no entiendo que piden los maestros, menos el sentido de las tareas, peor aún algunos ejercicios. Mi impotencia se multiplica cuando advierto que mis hijos entienden tanto las explicaciones como los quehaceres, pero yo no entiendo nada. No pocas veces me pongo a repasar las lecciones en su día aprendidas, en un frenético vaivén entre pasado y presente, como proyecto del futuro de mis hijos. Un ir y venir sin tregua ni descanso, entre las risas de mis hijos y mi incompetencia o descuido u olvido. Extraña experiencia, pero elocuente de la diferencia entre generaciones más evidentes ahora por la tecnología y todo lo que ha traído.

            Quizás antes siendo abruptas las diferencias generacionales se apreciaban menos. Las actuales parecen insalvables. Estas semanas de confinamiento, entre el desorden y el orden, quizás sean idóneas para que esas brechas naturales se estrechen un poco más. El esfuerzo de meterse en el mundo escolar de los hijos no es cualquier cosa, pero resulta significativo para ellos y para nosotros. No es sólo demostrar en los hechos que son importantes para nosotros, sino que nos involucramos en sus vidas hasta donde podemos porque ya no podemos ir más allá.  Una manera involuntaria de regalarles lo que fuimos sin reivindicar explícitamente ese pasado, de introducir quienes fuimos a su edad sin hablar necesariamente de nosotros. Ellos también entienden que están lejos de nosotros, pero que en los fundamental estamos juntos.

A lo mejor no podemos contribuir a que resuelvan sus tareas como ellos esperan o, incluso, como nosotros mismos esperamos. Finalmente, quedan en un irrelevante (espero) segundo plano. No sucede así con la complicidad que generamos unos con otros y eso nos hace cómplices de esta cuarentena y nos da la oportunidad siempre de estar más cerca. Las cosas buenas que está dejando esta pandemia.

Jorge Camacho Peñaloza