Cualquier momento es tan malo como este para recordarles a los adultos que un buen gobierno no se ha conseguido nunca ni con un buen hombre ni con los buenos deseos de un pueblo.
De hecho, confiar en ese buen hombre o en el pueblo es el camino más rápido hacia el desastre. Siempre que se hable del gobernante bueno y de la voluntad popular, alguien estará contando una mentira. No existen. Son tan efectivos como una capa roja o una fuente con monedas. Son una linda idea, pero en la esfera de los ciudadanos adultos responsables de su presente y su futuro no son más que sandeces.
No existe el pueblo como sujeto pues no hay un solo deseo que sea uniforme en el ámbito colectivo. Ni siquiera el de vivir. Lo que hay son individuos que piensan mal o bien, quieren cosas correctas o incorrectas, anhelan lo caliente o lo frío, la seguridad o la libertad, creen en dios o en la Santa Muerte, en en el amor o en el dinero, en la solidaridad o en la sobrevivencia. Así la cosa.
El gobernante bueno tampoco existe. El hombre bueno sí, pero aunque estuviera blindado como monje budista contra los vaivenes del poder, puede estar equivocado. O ser ignorante. O estar enfermo o no ver bien. O ser paranoico. ¡O estar enamorado!
La farsa de tener un presidente que transformará para bien la vida de una nación debe ser entendida como una bonita ilusión, al tiempo que se pone en su justa dimensión (la de un subgénero dramático) la mascarada de preguntarle al pueblo lo que anhela su corazón.
Lo que sí funciona para tener un buen gobierno (es decir, uno que asigne bien los pesos, imparta justicia y arbitre los intercambios entre individuos, principalmente), es contar con instituciones funcionales alrededor de los hombres elegidos, más buenos o menos. Sí, bla, bla, las instituciones. Se entiende que estén cansados del terminito, su abuso lo ha dejado sin significado.
Permítanme regresar a la definición mínima: las instituciones son las reglas del juego, así sin rodeos. Soy de lenta entendedera y necesito los conceptos claros, disculpen la simplificación, pero es útil para entender que las instituciones son reglas escritas que a su vez derivan en edificios y consejeros electorales, y reglas informales que derivan en la responsabilidad heredada de votar por Presidente. Nadie nos obliga.
Las reglas del juego son las que nos permiten castigar o premiar a los canallas. No fue Vicente Fox quien acabó con 70 años de priismo: fueron las reglas del juego, las que limamos y pulimos y detallamos por décadas, hasta que hubiera partidos reconocidos, organismos electorales autónomos, observadores de la sociedad civil, competencia informativa y votos reconocidos.
¿Fue Enrique Peña Nieto el artífice de la caída del panismo calderonista? Por favor.
¿Fue López Obrador quien logró que la ciudad tuviera jefe de gobierno? No. Fueron las reglas del juego. ¿Fue López Obrador quien consiguió detener la guerra sucia en su contra? No. Fueron las reglas del juego, las que cambiamos después del 2006 y después del 2012 en materia de financiamiento, fiscalización, uso político de medios y naturaleza de las campañas. Se nos pasó la mano, por cierto, pero ese no es el punto. El punto es que hay que dejar de ser ciudadanos infantilizados, pasar a la mayoría de edad cívica y dejar de creer en cuentos lindos.
¿Fue López Obrador quien desnudó la corrupción del sexenio pasado? No. Fueron los medios y las reglas que les permitieron denunciar la casa blanca o la estafa maestra; fue la sociedad civil que financió y financia investigaciones; fueron los partidos políticos y los líderes opositores que pudieron expresarse con libertad. Fue la libertad y las reglas que la protegen.
No, no hay gobernante bueno ni pueblo con anhelo que sirvan para impartir justicia con consultas del corazón.
Para nuestra fortuna, no partimos de cero. Sí tenemos instituciones y algunas funcionan muy bien. Eso sí, deben seguirse puliendo para adaptarse a un mundo cambiante, para proteger siempre la libertad y para resistir las ideas malas de cualquier hombre bueno.
Pero primero hay que dejar de creer en sandeces.
Con información de El Economista