Crónicas de mis Recuerdos: Cuando la Ciudad Lloró a Ángeles, Crónica de un Cortejo Inolvidable

Crónicas de mis Recuerdos
Oscar A, Viramontes Olivas
Facebook: Oscar Vira
violioscar@gmail.com

Por: Oscar A. Viramontes Olivas
violioscar@gmail.com

El 26 de noviembre de 1919, cuando el alba todavía tanteaba la ciudad con dedos pálidos, el cortejo que llevaba el cuerpo del general Felipe Ángeles, se puso en marcha desde el centro de Chihuahua rumbo al Panteón de Dolores. No fue una procesión discreta, fue un río humano que avanzó con pasos quebrados, con manos blancas apretadas contra sus pechos, y con miradas que no sabían si mirar al cielo o al suelo. La ciudad entera pareció plegarse sobre sí misma, para acompañar a un hombre cuya ausencia, recién consumada, pesaba ya como una culpa colectiva. Aquella mañana, los rostros hablaban sin palabras, hablaban de pérdida, de bronca contenida, de incredulidad y de ternura rota.

Al salir del teatro donde se había escenificado la farsa del juicio, el féretro, un simple cajón cubierto por un paño, fue colocado sobre un carro tirado por caballos. Los caballos, extrañamente, caminaban con la mansedumbre que suele ponerse ante lo inevitable; sus cascos, golpeaban la piedra como si marcaran el tempo de una plegaria. Detrás del coche fúnebre, vino la familia, la esposa, con rostro enlutado, con los ojos hinchados, y las manos como dos garras que intentaban sostener algo sólido en un mundo que ya no lo era; los hijos, jóvenes y temblorosos, con la mirada perdida en la certeza de que aquel hombre no volvería a cruzar la puerta. Sus pasos eran lentos, casi ceremoniosos, como si cada uno de ellos quisiera alargar un último instante de compañía. 

Amigos cercanos y compañeros de armas, caminaban alrededor; algunos trataban de hablar, pero las palabras se ahogaban en la garganta. La gente del pueblo se fue sumando, a veces en filas silenciosas, a veces rompiendo a correr para alcanzar el cortejo y depositar una flor, un pañuelo, una mirada agradecida o acusadora; los gestos eran variados, pero el sentimiento profundo era uno solo; la sensación de que, lo que se había perdido, no era solamente un general, sino un símbolo de coherencia en medio del caos político. La ciudad, esa mañana, parecía una de teatros vacíos y de balcones abiertos, como quien asoma la cabeza para comprobar si lo vivido ha sido sueño o realidad. Por las calles principales, se alinearon las gentes; comerciantes con sus manos en el delantal, mujeres con los niños abrazados al pecho, jornaleros que se detuvieron de la tarea por un segundo, para contemplar el paso y luego volvieron a sus labores con el corazón distinto. 

En muchos rostros se marcaba la incredulidad, en otros la rabia, el dolor controlado que brota de la costumbre de la pena. Había niños que no entendían y repetían las palabras que escuchaban al pasar, “fue un hombre bueno”, “era un sabio”, “¿por qué le hicieron eso?”. Los ancianos, con la memoria larga, miraban como si vieran, simultáneamente, la historia y su repetición cruel. El cortejo atravesó plazas que habían sido testigo de celebraciones y de arengas. Las fachadas de piedra, las viejas balconadas y los toldos, se abrían como bocas que contemplaban el desfile de una ciudad herida. En algunos portales, vecinos humedecían pañuelos. En otras esquinas, hombres jóvenes que habían sido soldados, agitaban los puños en silencio o dejaban caer la cabeza sobre el pecho, como si la sangre se les hubiera vuelto un peso imposible de sostener. La marcha fue una sucesión de postales, la puerta de una iglesia cerrada, una vela encendida en una ventana, un grupo de mujeres que cantaba en voz baja, himnos religiosos que amortiguaban el ruido de los cascos de los caballos al caminar. Mientras avanzaba el cortejo, la indignación se hacía visible en pequeñas rasgaduras de la compostura pública. Un mercader viejo, acostumbrado a medir pérdidas y ganancias, clavó la mirada en el horizonte y dijo en voz que alcanzó a algunos: “Esto no fue un juicio, fue un crimen con sello oficial”. Alguien lo escuchó y luego otro repitió la frase, y esta se deslizó como una chispa por las calles. No hubo un alzamiento, no hubo violencia organizada, hubo, en cambio, una profunda y solemne protesta que se expresó en los silencios largos y las lágrimas contenidas. Esa protesta, era ciudadana, no pedían venganza, pedía justicia verdadera.

Los comerciantes cerraron negocios por respeto o por miedo, el paso del cortejo era un acontecimiento que obligaba a detener la rutina. Algunos faroleros improvisados, alumbraban el paso con lámparas de aceite, y la luz temblorosa daba al féretro un aura casi mitológica. Hombres que en otras circunstancias habrían discutido de política o monedas, paraban y se inclinaban al paso. Hubo sacerdotes que, sin proclamar sermones, cruzaron la calle y, con voz grave, murmuraron oraciones. También hubo miradas que acusaban, jóvenes que habían perdido hermanos en la contienda y que, sin embargo, no podían dejar de sentir el peso de la injusticia cometida contra un soldado que supo ser humano, incluso en la pelea. A mitad del camino, la fila se detuvo. Varias voces, al borde del llanto, comenzaron a entonar una canción que nadie parecía recordar en letra completa, pero que todos conocían en el alma. 
Las voces se alzaron y, por un instante, la ciudad entera lloró sonora y colectivamente. Era un llanto que unía generosidad y reclamo, una señal de que la muerte de Ángeles no quedaría como una estadística, sino que prendería la memoria de un pueblo que no quería ni podía olvidar la injusticia. Los más viejos, recordaban sus actos de humildad, su trato con los rancheros, su respeto por la familia, y esa memoria, compartida, se convirtió en una cátedra de humanidad pública. Al llegar al Panteón de Dolores, el ambiente cambió, la solemnidad se hizo más intensa, como quien se aproxima al epicentro de una pérdida. El camino final, flanqueado por cipreses que parecían inclinarse en señal de duelo, acogió la comitiva con una gravedad casi religiosa. Los niños dejaron caer coronas de flores; las mujeres, con las manos temblorosas, ofrecieron ramos que olían a vida y a despedida. 

En la puerta del cementerio, se sumaron personas que no habían podido seguir el cortejo, obreros que acababan de salir, estudiantes, amas de casa, todos deseando presenciar la despedida. La tristeza no se expresaba únicamente en llanto, también se manifestaba en los gestos contenidos, en las manos prietas que se buscaban en el silencio respetuoso que reclamaba el lugar. Los minutos más dolorosos fueron los del descenso del féretro a la fosa. La familia, ya casi sin fuerzas, se acercó para una última despedida. Un niño, que hasta entonces había permanecido callado, se lanzó al ataúd y besó la tapa como si pudiera impedir el destino con ese gesto. La esposa, con la cara descompuesta, cayó en brazos de una amiga y lloró. Había quienes, a pesar de la crudeza, hablaron en voz alta para que la despedida no quedara en silencio: “No lo permitiremos”, dijo un hombre con la quijada apretada; “Su nombre vivirá”, replicó otro. Palabras así se convirtieron en promesas que la memoria habría de sostener.

Cuando la tierra cubrió el cajón, muchos no se separaron. Se quedaron alrededor del montículo, compartiendo miradas, historias y algún pan que se ofreció con torpe cariño. Algunos sacaron fotos, esa nueva tecnología que ya comenzaba a fijar recuerdos, y otros tomaron notas para recordar la forma del rostro al final del camino. El cortejo había terminado, pero el eco de ese día reverberaría por años. La indignación permaneció como un brasero bajo la ceniza, no explotó en venganza, sino que se hizo brújula moral para quienes, décadas después, reclamarían la justicia histórica que la ciudad merecía. Al caer la tarde, las calles volvieron a su actividad, pero con un tempo distinto, más lento, más reverente. La ciudad había dado testimonio de su dolor y de su rechazo; había acompañado con pasos y lágrimas a un hombre que, más allá de la política, representó la dignidad en tiempos de desorden. Aquella tarde, el Panteón de Dolores recibió no solo un cuerpo, sino un legado que la gente prometió sostener en memoria y palabra. Y así, entre susurros y promesas, la ciudad se retiró a su noche, sabiendo que de la forma más trágica había nacido una lección que nadie podría silenciar, la del valor de la coherencia, y la necesidad de que la justicia, alguna vez, sea verdadera.

“Cuando la ciudad lloró a Ángeles, crónica de un cortejo inolvidable”, forma parte de los Archivos Perdidos de las Crónicas de mis Recuerdos. Si desea los libros de la colección de los Archivos Perdidos, tomos del I al XIII, adquiéralos en Librería Kosmos (Josué Neri Santos No. 111). Además de tres libros sobre “Historia del Colegio Palmore”, llamando al celular 614-148-85-03 y con gusto se los llevamos a domicilio.

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Lilia Aguilar plantea que debate con Daniela Álvarez sea este viernes en el DEGA

La diputada federal de Morena, Lilia Aguilar planteó que el debate con la presidenta del PAN, Daniela Álvarez, sea el mediodía de este viernes en el DEGA en Chihuahua.


Aguilar anunció que viajará a la capital del estado exclusivamente para este encuentro, en el que, dijo, busca “poner las cosas en su lugar” y exigir claridad en las afirmaciones de Álvarez, a quien acusó de difundir versiones “construidas desde la mentira”.


“Hago una invitación pública a la exlegisladora Daniela Álvarez, del PAN, para reunirnos al mediodía y debatir de frente. Creo firmemente que es momento de hablar con claridad y responsabilidad: ya basta de declaraciones que generan confusión y tergiversan la realidad. La gente merece honestidad y hechos, no versiones construidas desde la mentira. Daniela, lleva a tus asesores y todo lo que necesites. Estoy lista para un debate serio, directo y con respeto, donde cada quien sostenga sus palabras con argumentos”, dijo Lilia Aguilar.


Culpa Morales a Duarte por guerra del agua en Chihuahua

El ex gobernador César Duarte salió a relucir esta mañana en la rueda de prensa del ejecutivo federal, esto luego de que el Director General de Conagua, Efraín Morales, ejemplificara el tipo de sanciones que se implementarán con la aprobación de la nueva Ley de Aguas, con el caso de las presas de Duarte. 

Al mencionar que las sanciones que aplicará Conagua a los productores serían en su mayoría a personajes de poder político o adquisitivo, retomó el tema de Duarte en Chihuahua, en el que detectaron presas en una de sus propiedades, que denunciaron por acaparamiento de agua. 

“El caso más emblemático tal vez es el del ex gobernador Duarte, que se mandó a construir una presa para retener 700 mil m3 de agua, perjudicando a las comunidades aguas abajo que no cuentan con el agua suficiente para llevar a cabo sus actividades agropecuarias, y esto también perjudicó en la presa de la Boquilla que causó un conflicto muy complejo en años anteriores”, dijo.

Hay que recordar que en el 2020 inició la “guerra contra el agua” en la comunidad de La Boquilla, esto por la intención de la federación de hacer la transacción de agua hacía Estados Unidos como parte del tratado que se tiene desde 1944, pero al estar en extrema sequía los Chihuahuenses defendieron el líquido vital provocando un enfrentamiento que le costó la vida a Jessica Silva. 


Productores llaman a continuar en protesta contra legisladores de Morena

El Movimiento Agrícola Campesino MAC, convoca a los productores a continuar en protesta en el país, además de fichar a los legisladores y senadores de Morena.

A través de redes sociales aseguran que "Si alguna vez hubo un día que fuera el más importante para presentarnos, ese día es hoy".

Lo anterior en el marco de la votación general de la Ley de Aguas Nacionales en la Cámara de diputados y su turno al Senado.

"Tenemos que seguir en la protesta y en gran número. Necesitamos demostrarle a la Ciudad de México que este movimiento no se está apagando, sino que solo está creciendo y cada vez nos hacemos más fuertes.
Aún hay esperanza, pero si no nos presentamos y permanecemos unidos, esa esperanza empieza a morir".

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