
Por: Oscar A. Viramontes Olivas
violioscar@gmail.com
No pedimos lástima, pedimos encuentro, queremos que la Navidad no sea sólo un escaparate para las sonrisas perfectas, sino un tiempo en el que las voces se mezclen, donde las manos que dan, se queden un rato y no corran a esconder la culpa, así lo expresa Jonathan, que vive en lotes baldíos; las mazmorras del Chuvíscar, y las calles de la ciudad, se llenen de más que desechos, se llenen de atención. Mientras tanto seguimos aquí, contando historias alrededor de una vela, celebrando con migas y promesas pequeñas, porque, aunque la realidad nuestra del pan sea dura, la narración de nuestras noches nos mantiene vivos; he aprendido a contar la ciudad por las heridas que deja en la piel de los niños. La ciudad de Chihuahua, tiene muchas caras, unas sonríen desde los escaparates, otras cierran el párpado y esperan a que el silencio decida si seguirán a la deriva.
Yo camino con los pies curtidos, con los bolsillos vacíos, y la memoria llena de nombres que duelen: por las noches, me cruzo con chicos que parecen hechos de cartón y valor; con voces que no superan el rumor de los autos, y con anécdotas que se pegan como frío en las manos. En el mercado de “El Hoyo”, vivía Pablito, un niño que conocía cada rincón donde caían las sobras del día. Tenía una rutina ritual, a las seis en punto, se colocaba junto al puesto de las tortillas y, con una servilleta arrugada, pedía las últimas tostadas. Una Nochebuena, el dueño del puesto, sin que nadie lo viera, dejó una caja de pan, recién horneado, sobre una tarima, Pablito la abrió y, en vez de correr a comerse todo, llamó a los demás y repartió el pan en trozos pequeños; repartió como si repartiera bendiciones. Esa noche, sentados en un borde de concreto, comimos como si fuéramos una mesa real, aprendí que la grandeza a veces cabe en una miga.
Luego está Yara, más pequeña que una bolsa de tamales, con los ojos como dos monedas brillantes, su anécdota es de valentía, y promesas rotas, una madrugada de noviembre, la encontré vendiendo chicles frente a la iglesia del centro. Llovía y ella mojaba los billetes con sus manos temblorosas; me contó, que dormía en un lote detrás del Chuvíscar, donde las ratas son vecinas y el pasto corta la piel. Una noche su frazada desapareció, alguien la había tomado para encender la fogata. Yara no lloró en voz alta, hizo una lista con los dedos de lo que tenía: "un calcetín, una sonrisa, un hábito de silencio". Al día siguiente, una señora que vendía flores, dejó una manta dentro de un canasto, cuando Yara la encontró, la sostuvo contra el pecho y juró cuidarla como si fuera un tesoro. Héctor y sus cicatrices cuentan otra historia, antes de que la tos le tomara la garganta por completo, Héctor soñaba con ser conductor de autobús, guardaba boletos viejos y los cambiaba por historias que coleccionaba. Una tarde, mientras intentaba recuperar una caja para cobijarse, una patrulla lo obligó a correr y le dejaron marcas en el cuerpo. Desde entonces su voz es una cuerda tensa y habla poco, sin embargo, cuando él ríe, la risa lo atraviesa todo. Un día le dieron una chaqueta usada, la llevó puesta como si fuera la armadura de un caballero, él me dijo: "Con esto ya puedo enfrentar el invierno", y así lo vi marchar hacia la estación como si fuera un rey marchando al norte.
La enfermedad es un huésped que nunca toca timbre, se instala. Conocí a Toñita, que tenía fiebre y los dientes sucios por el hambre; sus noches olían a sudor y pasto; su respiración era un hilo. Cuando ya no pudo levantarse, la cargamos entre varios hasta una clínica gratuita, una que no siempre tiene medicamento, nos dieron suero, una sábana limpia y promesas con fechas abiertas. Toñita se quedó dormida con la mano pegada a la mía, como si una cuerda invisible nos atara a la esperanza, al salir, la vimos rebosar de vida por unos días, hasta que la fiebre regresó como un viejo de mal humor. La comunidad, sin gran cosa, organizó una colecta, monedas, una bofetada de pan, una bolsita de medicina. Aprendí que la solidaridad en la calle, es un sistema nervioso que se activa con lo mínimo.
En los lotes baldíos cerca del río Chuvíscar, hay noches que parecen antiguas películas de terror, botellas, colchones rotos y el murmullo del agua, allí dormía un grupo de muchachos que habían formado una suerte de familia. Uno, apodado "El Gato", enseñó a otros a leer los horarios de camiones con el brillo de una linterna; otra, "Luz", dibujaba con carbón en las paredes, y señalaba con el dedo cada nombre para que nadie se perdiera. En una ocasión, una pelea por una bolsa de frijoles, dejó a uno de ellos con el labio partido y la dignidad hecha jirones; la escena, terminó en silencios largos y miradas que se preguntaban si valía la pena seguir adelante, el ritual para sanar, limpiar la herida con agua caliente, vendar con papel de diario, y cantar en voz baja hasta que la noche se calmará.
La violencia institucional no es menos cruel, he visto cómo los niños son corridos por custodios del centro comercial, simplemente por buscar calor en las entradas. Un niño, "Santi", fue empujado por la seguridad cuando intentó recoger una caja de cartón, cayó y se golpeó la frente; la sangre se mezcló con la lluvia y nadie ofreció una toalla, lo peor del asunto, no fueron los golpes, sino la indiferencia de los que miraban detrás de sus cristales. Santi se incorporó con la frente vendada, y una rabia fría que lo hizo salir corriendo hacia el Chuvíscar, donde el agua parece lavar los pecados pequeños. Pero las ciudades no son únicamente despojo, tienen actos de milagro cotidiano, ya que, un grupo de voluntarios universitarios, llegó un diciembre con bolsas llenas de ropa, y se quedó semanas enseñando a los niños a contar y a leer folletos.
No cambiaron el mundo, pero pusieron mapas en las manos de quienes nunca habían visto uno. Una señora mayor, que regentaba una tortillería, comenzó a dejar restos envueltos en servilletas para los chicos, y cada vez que uno de nosotros pasaba por la esquina, ella alzaba la mano como si saludara a parientes lejanos. Un joven músico tocó una guitarra en un lote baldío, y por una hora completa, las carcajadas ahogaron el ruido del tráfico. Esos minutos son carbón que mantiene viva la fogata de la esperanza. Hay rituales simples que salvan, dividir la cena, esconder una naranja para después, cantar un villancico incompleto, y sostener la vela para que no se apague. Recuerdo una Navidad en que encontramos una bolsa de pan duro tras una panadería, cada quien contó una historia antes de tomar su pedazo.
Dijo alguien: "Hoy doy gracias por no estar solo", y esa palabra rebotó entre los cuerpos como un himno pequeño. Esa noche supe que el pan, por más duro que era, se vuelve un sacramento en manos de los que comparten. A veces me pregunto, quién decide dónde termina el calor humano. ¿Por qué hay casas con puertas que no se abren, y calles llenas de manos que no sostienen? La marginación tiene forma de escalones que subimos sin permiso, y de miradas que no nos reconocen como gente. Y, sin embargo, la resistencia se escribe en los actos cotidianos, en el muchacho que enseña a leer, en la madre que canta, en la mano que da comida sin mirar a los ojos. No pedimos caridad fingida ni piedad que humille; pedimos que la ciudad nos vea como futuros posibles, no como desechos. Queremos escuelas que funcionen, atención médica que no exija milagros, un espacio donde dormir sin miedo a que alguien nos patee en sueños. Mientras tanto, entre cartones, lotes y mercados, seguimos contando nuestras historias, curando heridas con pan y canto, y recogiendo fragmentos de ternura como quien junta leña para no morir de frío.
Donde el pan es banquete, niños de la calle en el invierno chihuahuense, forma parte de los Archivos Perdidos de las Crónicas de mis Recuerdos.