
Cada año, cuando el calendario se acerca a diciembre, comienza también una cuenta regresiva silenciosa: la de la perfección. Se ponen en marcha los rituales modernos de la temporada—los centros comerciales abarrotados, los regalos que “deben” comprarse, las mesas impecables, los dulces, los intercambios, y por supuesto, el árbol de Navidad que cambia de estilo como si se tratara de un escaparate de tendencias: rosa pastel, plateado minimalista, rústico, nórdico, maximalista… porque, al parecer, incluso la Navidad tiene que reinventarse para ser “digna” de un reel.
Y es entonces cuando ocurre: las redes sociales se convierten en un desfile de hogares impecablemente decorados, familias perfectamente coordinadas y cenas que podrían salir en la portada de una revista. Historias de diez segundos que prometen perfección y esconden silencios. Publicaciones que parecen gritarle al mundo: “Mírame, también estoy viviendo una Navidad extraordinaria.”
Pero ahí, justo donde se mezcla la ilusión con la expectativa social, nace una pregunta necesaria: ¿qué estamos celebrando realmente?
Hemos reducido la preparación navideña a una coreografía impecable. A la foto. A la apariencia. A la fantasía de que si todo luzca hermoso por fuera, quizá también lo esté por dentro. Sin embargo, la Navidad auténtica, la que no presume, la que no compite, la que no se graba… fluye con una profundidad completamente distinta. No busca impresionar: busca conectar.
Porque mientras decoramos el árbol, ¿qué pasa con nuestras raíces emocionales? Mientras elegimos listones y esferas, ¿qué hacemos con esos nudos internos que llevan meses esperando ser atendidos? Mientras planeamos la “fiesta perfecta”, ¿planeamos también la paz interior que tanto anhelamos? Mientras mostramos una vida idealizada, ¿somos congruentes entre lo que decimos y lo que verdaderamente hacemos?
Diciembre, en su esencia más honesta, es un recordatorio de lo que hemos perdido de vista: el equilibrio. Cuando dejamos que la ola superficial del deber ser—del encajar, del lucir, del presumir—nos arrastre, olvidamos la parte más sagrada de estas fechas: el encuentro con nosotros mismos. La reflexión interna. La pregunta incómoda. La gratitud por lo real y lo imperfecto. La intención detrás de lo que compartimos.
Porque… ¿para qué subir una historia sobre tu Navidad perfecta?
¿Para llenar un vacío?
¿Para validar tu esfuerzo?
¿Para encajar en una narrativa social que nunca termina de satisfacer a nadie?
¿O para convencerte de que todo está bien, incluso cuando no lo está?
Las redes sociales han creado una Navidad donde la apariencia pesa más que la vivencia, donde la foto toma más tiempo que la conversación en familia, donde la edición importa más que el abrazo, donde la prisa por publicar deshace la serenidad del instante. Pero la verdadera Navidad ocurre lejos del lente: en la cocina donde se ríe, en el sillón donde se conversa, en el silencio donde se piensa, en el corazón donde se acomoda la vida.
Y es ahí donde vuelve la congruencia que tanto menciono en mis artículos: la coherencia entre lo que sentimos, lo que mostramos y lo que buscamos. La Navidad que se vive hacia afuera sin haberse trabajado hacia adentro se siente hueca. Bonita, sí. Elegante, sí. Admirada, tal vez. Pero incompleta.
La Navidad profunda, en cambio, esa que no exige perfección, nos invita a otra cosa: a respirar antes de reaccionar, a agradecer antes de presumir, a abrazar antes de postear, a reconciliarnos antes de decorar, a regalar presencia antes que objetos.
Porque la preparación más importante de diciembre no es la lista de compras. Es la limpieza emocional. Es revisar qué nos pesa, qué queremos sanar, con quién queremos reencontrarnos, de qué queremos descansar. Es preguntarnos si estamos viviendo desde adentro hacia afuera… o solo desde la superficie hacia la pantalla.
La Navidad auténtica no se muestra: se siente. No necesita un filtro. No compite. No ocupa espacio en el feed; ocupa espacio en el alma. Y quizás, cuando realmente entendamos esto, descubramos que no hay decoración más hermosa que la paz interior, ni tendencia navideña más revolucionaria que la coherencia entre lo que decimos, lo que hacemos y lo que verdaderamente somos.
Con Cariño, Erika Rosas.