Por: Oscar A. Viramontes Olivas
violioscar@gmail.com
La Universidad de Chihuahua, no nació de un decreto terso ni de una sola voluntad esclarecida, fue fruto de años de suspiros, de pequeñas victorias y de grandes renuncias, fue la suma de voces que supieron persistir cuando la inercia de la rutina y el desdén por lo público, intentaron aplazar otro siglo de formación. Contar esa historia es, ante todo, reconocer el sacrificio de hombres y mujeres anónimos y reconocidos que pusieron la piel y la paciencia para añadir a la ciudad un nombre que, daría luz a generaciones: la Universidad de Chihuahua.
Desde mucho antes del 8 de diciembre de 1954, cuando el H. Congreso del Estado expidió el Decreto 171 que aprobó la Ley Orgánica de la nueva casa de estudios, ya bullía en el Estado, la idea, a veces tenue, otra incendiaria, de transformar el vetusto Instituto Científico y Literario. Ese instituto había sido crisol de saberes y de hombres ilustrados, pero el tiempo exigía algo mayor, un lugar capaz de acoger carreras profesionales, laboratorios, bibliotecas, y la ambición serena de forjar ciudadanos. Los primeros esfuerzos, no prosperaron por la fragilidad política, y por la falta de recursos, pero el anhelo quedó prendido en la memoria colectiva. Hubo gobernadores que, en distintas épocas, acariciaron la idea y aportaron piezas al rompecabezas.
Gustavo L. Talamantes (1936–1940) abrió senderos, Alfredo Chávez (1940–1944), y Fernando Foglio Miramontes (1944–1950), consolidaron esfuerzos y obras que crearían condiciones para el sueño universitario, como la construcción de la Ciudad Deportiva, la Ciudad Infantil, y la colocación de la primera piedra del Instituto Tecnológico de Chihuahua en 1948, los cuales, fueron hitos que mostraron que Chihuahua se reinventaba. La ciudad crecía, la sociedad demandaba formación, y el país cambiaba su relación con la técnica y la ciencia, así, en ese cruce histórico, la universidad dejó de ser una utopía para convertirse en urgencia. Pero hubo un hombre cuyo nombre se tejió como emblema de la empresa, fue el maestro Martín H. Barrios, nacido en Santa Eulalia, Chihuahua, el 9 de agosto de 1904, Barrios, regresó a Chihuahua, tras formarse en la capital del país, con dominio del francés, oficio de traductor, y la pluma afinada para escribir y cantar la grandeza regional.
Fue catedrático del Instituto Científico y Literario, y articulador de ideas, no bastaba con soñar, afirmaba, era necesario organizar, convencer y trabajar el terreno político. Martín H. Barrios, no tuvo siempre cargos grandilocuentes, su poder fue otro, su autoridad moral, el prestigio docente, la palabra que abría puertas, decir que Barrios, “soñaba” la universidad, no es metáfora, así en su libro, “La Grandeza de Chihuahua (1950)”, fue al mismo tiempo, un llamado y una cartografía sentimental del lugar que debía nacer. Fue él, quien propuso, con firmeza y delicadeza, la creación de la “Universidad del Norte” ante el gobernador Óscar Soto Máynez, y fue él quien, con gestos discretos, invitó a colegas a sumarse al proyecto. No buscó protagonismos en las páginas oficiales de la fundación, pero su trabajo de cimiento intelectual, resultó imprescindible. Barrios representó, el tipo de liderazgo que no se glorifica en la placa, pero que sostiene el edificio entero; convenció, influyó, impulsó desde las aulas y las tertulias a muchos jóvenes. A su lado, en esa empresa colectiva, estuvieron catedráticos y mujeres y hombres que, desde su trinchera, ofrecieron lo más preciado, el tiempo y su reputación.
Aparecen en el relato nombres que no deben perderse en la memoria: Alfonso Luján Sánchez, Arcadio L. Espinoza, Benito Nogueira, Carmen N. de Galván, Celedonia González, Concepción Hayashi, Ernesto Talavera, Jesús Grajeda Pedrueza, Jesús Gutiérrez Tolentino, José Refugio Müller Hermosillo, Juan Alanís, Manuel O’Reilly, Manuel Russek Gameros, Manuel Vargas Curiel, Mario García Campos, Rodolfo Cruz Miramontes, entre otros. Cada uno vivió su vida, enseñando, corrigiendo exámenes, atender familias en una ofrenda. Muchos trabajaron horas extras, convencieron a autoridades, redactaron propuestas, recorrieron despachos y jardines oficiales para sembrar la idea. Hubo quienes entregaron su salario, quienes sostuvieron iniciativas de recaudación, quienes ofrecieron su casa para reuniones. Fue una labor artesanal, paciente y a veces desesperada.
La ANUIES jugó un papel clave en enero de 1951, la Asociación Nacional de Universidades e Institutos de Enseñanza Superior, escuchó la petición formal del maestro Arcadio L. Espinoza, y dio luz verde para que Chihuahua formara su propia universidad. Aquella recomendación, fue el espaldarazo técnico que necesitaba el proyecto; no era ya solo un deseo local, la comunidad académica nacional, reconocía la legitimidad del reclamo. Fue el inicio de una etapa en la que la reivindicación se convirtió en planeación y la planificación en acción. La transición compleja que condujo a la creación de la Universidad de Chihuahua, implicó también una política de alianzas. El gobernador Óscar Soto Máynez (1950–1955), convencido y enamorado del proyecto, puso el pulso del Ejecutivo al servicio de la idea. Su administración, ofreció recursos y voluntad, sin ese empuje estatal, el sueño habría quedado otra vez en la lista de aspiraciones truncas. La política, en este caso, supo coincidir con la pasión académica, y la ciudad, encontró en la conjunción de profesores, gobernantes y ciudadanos, una fuerza imbatible.
La mañana del 8 de diciembre de 1954 fue, por ello, jornada de júbilo y de reconocimiento. El Decreto 171 fue la letra que consagró lo que tantas voces habían tejido, la Ley Orgánica de la Universidad de Chihuahua, no fue el cierre de un proceso, sino su apertura. Barrios, ya mayor pero luminoso, evocó en cada palabra, el sentido de la formación de una universidad, pero también, transformar la sociedad. Quienes habían entregado años de esfuerzo, lloraron sin ostentación, otras miradas se perdieron en recuerdos de hambre, de noches de espera en escritorios, de decisiones que exigieron renuncias personales. En enero de 1955, la universidad abrió sus aulas, no con un campus ostentoso, sino con voluntad y sentido práctico.
El 24 de enero, se dio el primer paso formal, 38 estudiantes en aulas temporales del Palacio de Justicia y del Hospital Central; trece estudiantes de Medicina, diez de Derecho y quince de Ingeniería. La lista numérica no mide la profundidad del acto, eran 38 apuestas de futuro, jóvenes que venían de pueblos y barrios, que traían la sed de cambio y la certeza de que la educación sería la palanca. Fue una apertura humilde y valiente; aulas improvisadas, escasez de materiales, un plantel docente que trabajaba con generosidad. Ya entonces, se veía claro que la Universidad no sería lujo de unas pocas generaciones, sería hogar de muchas. El primer año, la necesidad de más espacios, llevó a la planeación de la Ciudad Universitaria, anunciada en marzo de ese mismo año. La obra, se pensó en una porción de la Ciudad Deportiva y contempló recursos estatales y federales por más de tres millones de pesos para los edificios de Leyes, Medicina, Ingeniería, Químicas, Arquitectura, Normal y Bachillerato. El proyecto de infraestructura, tenía un objetivo doble, ampliar cupos y consolidar la calidad. Construir la universidad era, además, fortalecer tejido productivo y cultural.
Hoy, al mirar el campus y recorrer sus avenidas, es fácil olvidar cuánto sudor y cuánta fe costó llegar hasta allí. Por eso es necesario repetir la historia: no para idealizarla sino para honrarla. La Universidad de Chihuahua no es solo ladrillo y aula; es el resultado de noches frías de profesores que corrigieron exámenes a la luz de una lámpara, de madres que cuidaron su hogar mientras sus hijos iban a estudiar, de directivos que hicieron malabares presupuestales para pagar sueldos y comprar reactivos. Es la historia de una ciudad que decidió invertir en su propia cabeza.
El esfuerzo económico no fue menor; muchas familias y comerciantes cedieron contribuciones, y el Patronato Universitario, organizó un mecanismo popular para financiar la obra, el primer Sorteo Universitario, pionero, con rifas de automóviles y estímulos diversos, una manera de poner a la sociedad entera a participar en la construcción del futuro común. Contar con la creación de la Universidad es, finalmente, celebrar el sacrificio colectivo, es poner el nombre del maestro Martín H. Barrios en la fila de quienes transformaron el destino regional con el arma más contundente, la educación.