
Hay ideas que uno no quiere escuchar… hasta que la vida las pone enfrente con una claridad que desarma.
Y esta es una de ellas: en nuestra historia personal y profesional no solo construimos relaciones. También nos enredamos —sin darnos cuenta— en dinámicas que nos impulsan… y dinámicas que nos desgastan.
Durante mucho tiempo, confundí la empatía con disponibilidad infinita. Creí que ser “una buena persona” significaba estar siempre ahí, aun cuando mis emociones pedían pausa, mis límites pedían espacio y mi energía pedía descanso.
Pero con los años descubrí algo que cuesta aceptar:
la bondad sin límites se convierte en el terreno perfecto para el autoabandono.
No eran “malas personas”. Eran relaciones que funcionaban desde un desequilibrio silencioso… un sistema donde yo daba de más, sostenía de más y, sin saberlo, permitía que mis reservas internas se vaciaran.
Fue entonces cuando comprendí lo esencial:
las dinámicas desgastantes no empiezan en el otro.
Empiezan en nosotros, en el punto exacto donde dejamos de escuchar lo que sentimos, lo que necesitamos y lo que merecemos.
Y a eso, metafóricamente, podemos llamarlo parasitismo emocional.
No como etiqueta ni sentencia, sino como forma de entender lo que ocurre cuando un vínculo se construye sobre un desequilibrio constante: uno pide, el otro sostiene. Uno descarga, el otro absorbe. Uno exige, el otro se apaga un poco más.
No hablamos de personas tóxicas.
Hablamos de interacciones que se vuelven tóxicas cuando una de las partes renuncia a sí misma para mantener la relación en pie.
Hay relaciones donde alguien aparece solo cuando está mal, descarga su caos y desaparece cuando ya puede respirar.
Y hay otras donde la demanda es permanente: expectativa, presión, invasión emocional, control velado.
En ambos casos, el resultado es parecido: tú terminas sintiéndote responsable de vidas que no son tuyas.
Y aunque nos incomode, todos hemos estado ahí.
Lo confirma la ciencia: la mente y el cuerpo resienten el desgaste emocional como si se tratara de una jornada extensa sin descanso. El sistema límbico se activa, el estrés se acumula, la claridad se nubla. No es imaginación: tu energía tiene un límite real, biológico.
Pero lo más importante no es lo que ocurre afuera, sino lo que ocurre adentro.
Las señales son claras… aunque solemos ignorarlas:
Esa tensión que sientes cuando ves un mensaje.
Ese cansancio injustificado después de hablar con alguien.
Ese impulso a disculparte por poner límites.
Ese “sí” automático que nace del miedo a incomodar.
Esa sensación de cargar historias, emociones y batallas que no te pertenecen.
Nada de eso es amor.
Nada de eso es empatía.
Nada de eso construye un vínculo sano.
Eso es perder soberanía emocional.
Y también ocurre en el trabajo: colegas que descargan su estrés sobre ti, líderes que confunden a su equipo con terapeutas, clientes que creen tener acceso ilimitado a tu energía. Ahí aparece un fenómeno silencioso: el burnout relacional.
No nos quema lo que hacemos.
Nos quema lo que sostenemos de más.
Romper estas dinámicas no requiere guerra ni confrontación. Requiere claridad.
Requiere volver a ti.
Aprender a nombrar lo que sucede sin atacar:
“No es sobre ti. Es sobre cómo nos estamos relacionando.”
Aprender a medir el impacto emocional:
“¿Cómo me deja esta interacción? ¿Qué precio estoy pagando por permanecer aquí?”
Recordar que sostener sin medida no es amor: es renuncia.
Y sobre todo, recuperar tu criterio interno:
¿Quién quiero ser en este vínculo? ¿Qué versión de mí estoy protegiendo… o traicionando?
El límite más noble no es la distancia: es la presencia regulada.
El “ahora no puedo” dicho con honestidad.
El “esto sí, esto no” dicho sin culpa.
El “me retiro de esta dinámica” dicho con dignidad.
Marco Aurelio escribió: “Tu mente toma la forma de aquello que sostienes.”
Sostener bien es un acto de amor propio.
Sostener de más es un acto de abandono.
Y aquí está la pregunta que más evitamos:
¿Qué relación sigues manteniendo que ya no se parece a la persona en la que te estás convirtiendo?
La claridad no llega para destruir vínculos, sino para ordenarlos.
Para que puedas relacionarte desde un lugar donde tu energía no sea moneda de cambio, tu empatía no sea excusa para renunciarte y tu corazón no sea depósito de cargas ajenas.
No estamos aquí para ser infinitos.
Estamos aquí para ser auténticos.
Y la autenticidad siempre empieza con un límite.
Con Amor a ti que me lees, Erika Rosas.