La violencia familiar en estos tiempos de pandemia se multiplica. A pesar de que López Obrador tiene otros datos, negando una evidencia que como siempre acabará por imponerse, se sitúa como uno de los problemas a atender de manera inminente. Algo se antoja paradójico: un Presidente que diciéndose cristiano voltea a otra parte ante esta otra epidemia. No parece que la desestructuración familiar a la que colabora con omisión pueda desligarse de unas políticas que abandonan a la clase media y alta, en favor de los pobres. Nadie cuestiona esta atención, pero sí que no gobierne para todos, además de que es una manera por lo menos curiosa de privilegiar a los pobres. Atender a los pobres sin considerar sus circunstancias sociales inmediatas es como no hacerlo, a no ser que este desmantelamiento del núcleo social se oriente a una política en que el Estado asuma las tareas y responsabilidades que naturalmente le corresponden a la familia. Dado el giro hacia la izquierda, apegado a las directrices del foro de Sao Paolo del actual gobierno, no es descartable que la subsidiariedad de sectores sociales, así como la desatención gubernamental a la familia, se dirijan a cumplimentarlo.
Con todo, el incremento de la violencia familiar se suma a otros tipos de violencia con que todos los días desayunamos los mexicanos. El Presidente niega sistemáticamente la información. Uno no sabe si es por su gusto inveterado a llevar la contraria o porque realmente lo piensa. En ambos casos, no parece que estemos en las mejores manos. La pandemia se asocia indisociablemente con una violencia de todo tipo. Desde luego, la más lacerante es la del hogar puesto que siembra la de nuevos delincuentes. Pero los espacios públicos que nos encontraremos cuando acabe el confinamiento parecen tomados por la delincuencia común y la organizada. A lo mejor pisando la calle, nos confinamos no ya por temor al Covid-19, sino por la violencia. El caos con que se está organizando el regreso a las actividades abona a la inseguridad. La pobreza desatada, el hambre a las puertas, la incertidumbre del empleo, todas las circunstancias que amenazan la de por sí precaria estabilidad social. No es tanto el riesgo de la inseguridad, cuanto el riesgo de revueltas sociales que posiblemente estallaren en diferentes lugares del país. La inconformidad, el pesimismo, la desesperación operarán como sentimientos de repuesto ante el entusiasmo, el optimismo y la esperanza que suscitó la victoria de Andrés Manuel.
Las semanas que vienen, una vez que tantos mexicanos ya no tengan para pasar el día, toda vez que sean despedidos de sus puestos de trabajo, cuando apenas puedan llevar nada a sus casas, amenazan un conflicto social de consecuencias imprevistas. Las tensiones, las disputas, los enojos se instalarán en muchos hogares. La situación pone en riesgo a la familia que, a su vez, pone en riesgo a la sociedad. Los ingredientes están convenientemente combinados en un coctel explosivo. La inacción del gobierno es preocupante. No ve o no quiere ver lo que podría suceder. Voltear a otro lado nunca soluciona nada. No es descartable que este inmovilismo se deba a la incompetencia. En cualquier caso, una vez finalice el confinamiento la violencia aportará otras geografías.
Jorge Camacho Peñaloza