En Chihuahua tenemos una gran ventaja: vivimos en una ciudad con un paisaje hermoso. El alma de este espectáculo visual, diario y gratuito no son los edificios, los cuales no destacan en ningún aspecto—ni en altura, ni en arquitectura, ni en función, ni en utilidad—, tampoco está en los fraccionamientos, que, por el contrario, son responsables de la pérdida del paisaje. El alma del paisaje es la belleza natural que rodea la ciudad.
Incluso las nubes, con sus colores y formas, se ven influidas por la orografía y las fallas geológicas que conforman la capital del estado más grande de la república. ¿Quién no podría advertir y admirar la belleza de los amaneceres y atardeceres, fotografiados y documentados por todo tipo de personas y familias? Como el agua del cielo, vital en forma de gas o lluvia, el agua del suelo y del subsuelo también escurre y depende del cuidado del paisaje. ¿Alguien podría negar la necesidad de mantener limpias las cuencas hidrológicas?
El paisaje llega a lo más profundo del alma, desde lo más pequeño hasta lo más elevado. La salud mental, el saber apreciar la vida propia, el respirar cada momento, todo se vive mejor acompañado de una vista hermosa, de un espacio de contemplación. Hay quienes dicen que el paisaje, obra maestra de la creación, es comparable o incluso superior a cualquier colección de cualquier museo. Sentirse parte de algo valioso nos recuerda que nosotros también lo somos. Cuidar algo inspira a cuidarnos a nosotros mismos y a los demás. Lo contrario produce el efecto esperado: la indiferencia y el descuido se propagan.
Si el aire, las nubes, los atardeceres, el agua de lluvia y de los pozos, la salud mental, los espacios públicos para caminar y vivir bien, el deporte, la comunidad, la identidad regional e histórica, el patrimonio cultural... si todo esto no nos hace pensar que vale la pena cuidar el paisaje, entonces quizá tampoco consideremos que vale la pena cuidar nada en general: ningún derecho, ningún ser vivo. Y esta indiferencia, en muchos casos, proviene del interés por explotar y destruir por lucro el bienestar compartido de muchos seres.
En el paisaje está la casa de los cantos de las aves, que generación tras generación aprenden los tonos propios de nuestra región. Así como en las familias se comparten historias y memorias, estas quedan grabadas en el aura de cada persona. Porque hay que defender, en estos tiempos, lo que antes parecía obvio: cada individuo, cada comunidad es valiosa.
Defender el paisaje es defender nuestra esencia, nuestra historia y nuestro futuro. No es solo una cuestión ambiental: es una cuestión de dignidad, de amor por la vida, de respeto por quienes vendrán después de nosotros. No dejemos que la indiferencia o la codicia borren aquello que nos hace humanos.