Hay heridas que no sanan con el paso del tiempo. Hay ciclos que, en lugar de cerrarse, se profundizan con cada nueva elección. El asesinato de una candidata a la alcaldía de Texistepec, Veracruz, no es un hecho aislado, sino una más de las alarmas que llevamos años ignorando. Su muerte, junto a la de su hija y tres personas más durante una caravana proselitista, expone de nuevo el rostro más crudo de la violencia política en México: el que amenaza con sofocar el derecho mismo a elegir y ser elegido.
En lo que va de 2025, al menos 50 actores políticos han sido asesinados. Veracruz, junto con Morelos y Oaxaca, se encuentra entre los estados más golpeados por esta ola de sangre. Y aunque el dato estremece, lo más preocupante es lo que revela: la normalización de la violencia en el proceso electoral, la renuncia silenciosa de la democracia a sus propios principios, y la fragilidad del Estado para proteger a quienes se atreven a contender por el poder desde el territorio.
Porque no es solo ese crimen. Es el miedo que se instala en cada comunidad cuando una candidatura termina a tiros. Es la renuncia forzada de decenas de aspirantes; es la petición de ayuda al menos 57 solicitudes de protección solo en Veracruz que a veces llega tarde, o no llega nunca. Es el mensaje de que hacer política en México sigue siendo, para muchos, una sentencia de muerte.
En un país que presume procesos democráticos y alternancia política, permitir que el crimen organizado o intereses oscuros definan quién puede hacer campaña y quién no, es claudicar como sociedad. No podemos resignarnos a que nuestras elecciones se desarrollen bajo fuego cruzado. No podemos acostumbrarnos a los minutos de silencio, a las condenas tibias, a los abrazos que no alcanzan para blindar una urna.
La violencia política no es nueva, pero su persistencia es reflejo del fracaso de nuestros gobiernos pasados y presentes para construir un entorno electoral seguro. Y aunque la responsabilidad inmediata recae en el Estado mexicano, la indiferencia ciudadana también ha permitido que estas tragedias se repitan elección tras elección, como si fueran parte del costo.
Uno de los asesinatos más simbólicos y dolorosos en la historia moderna de México fue el de Luis Donaldo Colosio. Aquel disparo, que apagó su vida en pleno mitin, no solo interrumpió un proyecto político, sino que marcó un antes y un después en la conciencia del país. Su voz, aún presente, nos reclama desde el pasado con una frase que estremece por su vigencia: “Veo un México con hambre y sed de justicia”.
Tres décadas después, seguimos viendo ese mismo México, solo que ahora con más nombres, más rostros, más aspirantes que son silenciados antes siquiera de llegar a las urnas. Lo que en 1994 fue un parteaguas, hoy se ha vuelto costumbre. La violencia electoral ya no es excepción: es rutina.
Hoy, ante este crimen, no basta con la indignación momentánea. Se requiere voluntad política real, estrategias de protección eficaces, y una ciudadanía que exija con fuerza que nadie más muera por querer servir a su comunidad. Porque cuando asesinan a una candidata, no solo matan a una persona: matan una esperanza, un proyecto, una voz.