
Nos educaron para temer al error. Desde pequeños nos hicieron creer que equivocarse era motivo de castigo, burla o rechazo. Crecimos escuchando frases como “¡qué vergüenza fallar!”, cuando en realidad lo verdaderamente vergonzoso es renunciar antes de empezar, quedarse con la duda y con las ganas de haberlo intentado.
La pregunta entonces no es si te equivocarás, porque todos lo hacemos. La verdadera pregunta es: ¿a qué le temes más… a equivocarte o a que te vean equivocarte?
El error en sí no lastima; lo que duele es la vergüenza que nos enseñaron a sentir por cometerlo. Una vergüenza que no nace de dentro, sino que es un invento social. Nos la impusieron como un mecanismo de control: para encajar, para obedecer, para buscar la aprobación externa.
El Ser auténtico no siente vergüenza. No teme mostrarse ni le importa el “qué dirán”. Se expresa con libertad porque entiende que la vida es aprendizaje. Quien siente vergüenza no es el Ser, sino el ego herido: ese que necesita aceptación, que se disfraza para agradar, que calla para no incomodar, que mide sus pasos según los ojos ajenos.
La vergüenza no proviene de lo que haces, sino de lo que crees que los demás pensarán de ti por hacerlo. Y en esa dinámica se apaga tu autenticidad y se enciende tu cárcel.
Lo que frena a la mayoría no es el miedo a equivocarse, sino el miedo a los ojos que miran. El temor a los juicios de quienes nunca intentaron nada, de quienes opinan desde la comodidad de la crítica pero jamás se arriesgaron a actuar. Personas que viven atrapadas en la postergación, en el “qué dirán”, en el “mejor me escondo para que nadie note mis tropiezos”.
Pero la verdad cruda es que: nada valioso se construye desde el escondite.
El que se anima a equivocarse en público logra vivir en privado lo que otros no se atreven ni a soñar. Porque:
No hay libertad sin exposición.
No hay autoridad sin cicatrices.
No hay éxito sin riesgo.
Cada error deja una marca, pero también abre una puerta. Cada caída enseña algo que no se aprende desde la comodidad de la perfección aparente. Y cada intento, incluso fallido, es un acto de liberación personal.
Lo verdaderamente triste no es equivocarse. Lo triste sería ver cómo otros, quizás menos preparados que tú, alcanzan lo que deseas… simplemente porque se atrevieron a intentarlo. Ellos no fueron más capaces, solo fueron más valientes.
La vida no premia a los que esperan el momento perfecto, sino a los que deciden dar un paso aunque tiemblen las piernas.
Entonces, la próxima vez que el miedo al qué dirán te frene, pregúntate:
¿Hasta cuándo vas a esconder tu poder por miedo al juicio?
Porque al final, la vergüenza tendría que darte no por fallar… sino por no atreverte a comenzar.
Con Cariño, Erika Rosas.