
Por: Luis Villegas
Otra vez me alcanzó el susto —y la tinta— de milagro.
Viene puntual la condenada, carcajeando su letargo.
Trae la guadaña chueca, la mirada descarriada,
y un susurro que me dice: “te escapaste… de pasada”.
Yo, feliz, viendo a mis hijos,
viviendo, riendo, corriendo;
y la flaca, allá a lo lejos,
ya sin aire, maldiciendo.
Porque mientras la parienta ronda tumbas y despachos,
yo celebro que los míos, sigan ganando partidas.
Entre libros, entre idiomas, entre juicios y dibujos,
andan todos ocupados para andar con despedidas.
Pero hay otros… ¡ay, benditos!,
que la Parca no perdona;
andan buscando el poder
como quien busca corona.
Prometen, juran, declaran,
rezan, gritan, improvisan;
pero al final —como siempre—
la parca es la que los pisa.
María al fin se asentó,
ya no corre al aeropuerto;
Charles sonríe y traduce,
mientras la flaca hace esfuerzos.
La calaca quiso ir
a ver si estaban despiertos,
pero al ver tanto estudio junto,
se durmió con un cuaderno.
María habla tres idiomas
y cocina sin receta;
Charles le sigue el compás
y la vida les respeta.
La huesuda, desde lejos,
les mandó su bendición:
“que estudien, que sean felices,
regresaré de ocasión”.
Allá en tierras españolas,
donde el sol calienta poco,
vive Adolfo con su Laura,
siempre cuerdos, nunca locos.
Corrigen, leen, revisan,
mientras pasa la neblina;
y la parca, en la distancia,
toma un vino… y se encamina.
“Esos dos no son mortales”,
dice en tono de reproche;
“trabajan día y noche igual,
ni en mi reino hay tal derroche”.
“Doctoranda la muchacha,
él escribe sin reposo;
ni con guadaña ni hacha
los atrapo, ¡qué curioso!”.
Llegó la Flaca al Cabildo
buscando a Luis Abraham;
“me dijeron que es bien listo,
vengo a verlo… ¿dónde está?”.
Le contaron: “anda ocupado,
reunido y ya en comisiones”;
la parca torció el pescuezo
y masculló maldiciones.
“Y la novia, ¿dónde anda?” —
“en el foro, abogando fuerte”;
la Calaca, medio ofendida,
piensa: “¡hoy tampoco tengo suerte!”.
Fue con las niñas entonces,
a probar mejor fortuna;
pero oyó risas y cantos,
y olvidó su amargura.
Luisa pintaba sirenas,
Sofi bailaba y cantaba;
la huesuda, conmovida,
de su turno se olvidaba.
“Dejen que sigan creciendo”,
dijo al viento la Catrina;
“que en el cielo no me esperan
y me ganan la rutina”.
Iba la flaca trotando
por caminos del partido,
buscando a los azules más viejos
que aún creían en el ruido.
“¿Dónde está la presidenta?”,
preguntó con voz cascada;
“ni en mitin ni en entrevista,
parece que anda cansada”.
Daniela calla, planea,
pero el tiempo es implacable;
la huesuda le aconseja:
“el silencio es respetable… ¡pero electoralmente, inviable!”.
“¡Ay PAN, te estás deshaciendo!”,
suspiró la muy huesuda;
“te comió tu desconfianza,
tu soberbia y tu estructura”.
Y en la puerta del comité
dejó escrita su sentencia:
“si no cambian de verdad,
yo regreso con licencia”.
Por las calles de Chihuahua
iba un hombre perfumado,
la Calaca lo miraba
y murmuró: “¡qué inflado!”.
Brillo en frente, paso firme,
voz de spot y de promesa;
la huesuda se persigna:
“otro santo… de la empresa”.
“¡Ay, mi Santi, aspiracionista!”,
dijo riendo la Catrina,
“más que líder, optimista;
mero apóstol de vitrina”.
Más que pato, guacamayo,
más que tipo es un tipazo;
una Peggy en el desmayo,
grita: “¡Dame un beso y un abrazo!”.
Recordó la Parca astuta
su pasado de otro… bando,
y apuntó en su libreta:
“este cambia hasta de mando”.
“Primero rojo y solemne,
luego azul de conveniencia;
no hay color que lo detenga
ni vergüenza que lo venza”.
El difunto, con sonrisa,
seguía su procesión;
repartiendo calcomanías
y buscando bendición.
La Muerte, ya fastidiada,
le dijo: “ya no me engañas;
tu campaña está acabada…
hasta en tu tumba hay mañas”.
Iba la flaca en canoa
por el río del convento,
viendo al pueblo que reía
sin memoria ni argumento.
“¡Ay, mi gente tan valiente,
que olvida cada derrota!”,
suspiró con tono hiriente,
“¿otra vez la misma nota?”.
Les prometen los tamales,
las despensas, la esperanza;
y ellos firman en el aire
sin pensar en la balanza.
Cuando abran bien los ojos,
ya no habrá país ni cielo;
habrá filas, hambre, enojos,
y discursos desde el suelo.
“¿Querían cambio?”, dice ufana,
“pues ahí tienen su decoro;
voten guinda, mis paisanos,
y les ahorro el velorio”.
Dejó el Palacio en silencio,
mas no el verbo ni la arenga;
la Calaca lo escuchaba
y pensó: “¡pero éste nomás no cuelga!”.
Prometió irse al retiro,
a escribir su reflexión;
pero el eco de su voz
retumbó en la nación.
“Ya cállate, por mi madre”,
le rogó la huesa lista;
pero el viejo, testarudo,
le recitó otra entrevista.
Y la flaca, entre carcajada,
le soltó: “ni con mortaja;
si te mueres, resucitas
sólo para dar ventaja”.
Ya hay nueva reina en el trono,
científica y calculada;
la Calaca, con encono,
le sopló una carcajada.
“Gobernar no es ecuación,
ni control de laboratorio;
es lidiar con la emoción,
con el diablo y con el odio”.
Claudia, seria, le responde:
“yo confío en la evidencia”;
y la flaca le replica:
“el poder mata la ciencia”.
Con su libreta en la mano,
la huesuda anota seria:
“cuando el dato se haga humano,
ya veremos si prospera”.
Y sin más, de puro hastío,
la arrastró bajo la valla:
“te lo dije, presidenta,
que el poder nunca se calla”.
La flaca vino a buscarme,
muy ufana y confiada;
creyó fácil despacharme,
y salió desanimada.
“Ése ya quedó cesante”,
le sopló un diablo chismoso;
“sin tribuna ni bufete,
y aún presume de juicioso”.
Mas la huesa, sorprendida,
me miró con desatino:
“¿cómo sigue en la partida,
si ya no hay pan ni camino?”.
Le solté, con mi elegancia,
mi sarcasmo de escritorio:
“me quitaron la ganancia,
no el colmillo ni el repertorio”.
“Traición sobra —dije entonces—,
y la envidia va de postre;
mas el tiempo da respuestas…
y el silencio cobra el coste”.
“No me ahogo en despidos,
ni mendigo audiencia alguna;
ya encendí mi nuevo aviso:
‘Del despacho hasta la luna’”.
La Calaca, descompuesta,
suspiró casi rendida:
“No se muere el que protesta,
se eterniza en su guarida”.
Y partió, toda molesta,
tropezando en el sendero:
“ese Villegas no afloja…
¡ni muerto ni prisionero!”.
Así termina la ronda,
de calacas y gobiernos;
los vivos siguen en combo,
los muertos… siempre eternos.
La Muerte se ríe bajito,
mientras afila su arado:
“no se lleva al que ha caído,
sino a quien no se ha burlado”.
Por: Luis Villegas.