
El asesinato del alcalde electo de Uruapan, Carlos Manzo, ocurrido apenas el pasado sabado, representa uno de esos momentos en que la acumulación de violencia política en México alcanza un punto de ruptura simbólica. Es, literalmente, la gota que derramó el vaso, no porque sea el primer crimen de este tipo ni el más brutal, sino porque condensa en un solo acto la crisis terminal del Estado mexicano en ciertas regiones del país y la normalización perversa de una violencia que ya no sorprende sino que apenas genera un suspiro colectivo de resignación.
Michoacán lleva años siendo laboratorio del fracaso estatal. Las autodefensas, los cárteles fragmentados, la corrupción endémica, los alcaldes asesinados que se cuentan por docenas, la militarización permanente que no resuelve nada: todo eso ya estaba en el vaso. Manzo es simplemente la gota final que hace evidente lo que todos sabíamos pero preferíamos no mirar de frente: hay regiones de México donde el monopolio de la violencia legítima del Estado es una ficción, donde ganar una elección democrática puede ser tu sentencia de muerte, y donde el crimen organizado ejerce una soberanía de facto que ningún discurso oficial puede ya ocultar.
Lo verdaderamente obsceno del caso Manzo no es solo su asesinato, sino todo lo que ese crimen revela sobre la arquitectura de impunidad que lo hizo posible. ¿Dónde estaban los esquemas de protección? ¿Cómo es posible que un alcalde electo, en un municipio notoriamente peligroso, no contara con seguridad adecuada? ¿Quién decidió que su vida no valía la inversión en protección? Estas preguntas no tienen respuestas satisfactorias porque las respuestas reales son demasiado incómodas: el Estado ya no controla esos territorios y ha decidido, tácitamente, que es más conveniente administrar el caos que enfrentarlo.
La metáfora del vaso derramado funciona aquí en múltiples niveles. Primero, está el vaso de la violencia acumulada. Cada alcalde asesinado, cada candidato ultimado en campaña, cada funcionario municipal que renuncia por amenazas, es una gota más. Hemos normalizado cifras que en cualquier democracia funcional serían consideradas un colapso del orden constitucional. Según datos de diversas organizaciones civiles, el proceso electoral 2023-2024 fue uno de los más violentos en la historia reciente, con decenas de candidatos asesinados. Manzo se suma a una lista que ya nadie puede memorizar completa. El vaso estaba lleno hace tiempo; solo necesitábamos una gota más para ver el desbordamiento.
Segundo, está el vaso de la credibilidad institucional. Cada promesa incumplida de "pacificación", cada estrategia de seguridad que fracasa, cada discurso presidencial que minimiza la violencia ("ya no hay masacres"), es otra gota. La muerte de Manzo ocurre en un contexto donde el gobierno federal insiste en que la estrategia de "abrazos, no balazos" está funcionando, donde las cifras oficiales de homicidios se maquillan, donde la militarización crece pero la violencia también. La contradicción entre el discurso y la realidad ya no cabe en el vaso; se derrama constantemente y todos fingimos no ver el charco.
Tercero, y quizá más importante, está el vaso de la paciencia social. Los ciudadanos de Uruapan, de Michoacán, de tantas regiones del país, han soportado años de violencia, extorsión, desapariciones, asesinatos. Han visto cómo el Estado oscila entre la ausencia total y la presencia brutal pero ineficaz. Han intentado organizarse, las autodefensas son prueba de eso, solo para ser cooptados, reprimidos o infiltrados por los mismos grupos criminales que combatían. La muerte de Manzo no es solo el asesinato de un alcalde; es el recordatorio sangriento de que participar en política local puede costarte la vida, que el sistema democrático no puede garantizar lo más básico: que puedas ejercer un cargo para el que fuiste electo.
El asesinato de Carlos Manzo debería ser un parteaguas, el momento en que finalmente reconocemos que el vaso ya se derramó y que seguir fingiendo que todo está bajo control es criminal. Debería llevarnos a repensar radicalmente las estrategias de seguridad, a exigir protección real para autoridades electas en zonas de riesgo, a cuestionar si tiene sentido seguir realizando elecciones en territorios donde el crimen organizado dicta quién vive y quién muere. Debería, pero probablemente no lo hará. Porque la verdad es que el vaso se viene derramando hace años y hemos aprendido a vivir con los pies mojados, pretendiendo que es normal, que es inevitable, que no hay nada que hacer.
Uruapan seguirá necesitando un alcalde. Alguien tendrá que asumir el cargo que Manzo nunca pudo ejercer. Y esa persona sabrá, como Manzo sabía, que su vida está en riesgo. El vaso seguirá llenándose, y eventualmente, otra gota lo derramará de nuevo. Y seguiremos contando muertos mientras debatimos estrategias que nunca se implementan y soluciones que nunca llegan. Esa es la tragedia mexicana: no que el vaso se derrame, sino que sigamos llenándolo. Al tiempo.