
Por: Oscar A. Viramontes Olivas.
Las vecindades, santuarios donde un sinfín de conciudadanos encontraron un lugar de refugio para vivir; donde las historias se fueron plasmado en sus muros, los cuales, serían profundos testimonios de anécdotas, expresiones, políticas, sociales y dónde también, se exponían pensamientos suicidas, debido a la miseria que en muchos de los casos se viva de las expresiones de aquellas de descontento por la vida, y de otros que, se enamoraban y dejaban un corazón en una puerta, pared o si había algún árbol cerca, el corazón con el respectivo ritual de amor.
En nuestro país, las vecindades surgieron en el siglo XIX, siendo ocupadas grandes casas coloniales abandonadas o invadidas por líderes que, a costa de la miseria humana, les rentaban un cuarto modesto para resguardarse, al igual que los llamados multifamiliares que, le fueron dando espacios a una gran cantidad de personas que llegaban del campo ,huyendo de la falta de oportunidades: de aquellos que venían con sus pocas “garras” en un modesto beliz de comunidades lejanas que se iban integrando a las grandes urbes. Estos grandes centros de concentración humana se volvieron comunes, a medida que los campesinos migraban a las ciudades en busca de empleo en las fábricas. Estos espacios, eran accesibles para personas de escasos recursos,y aunque brindaban un techo, a menudo tenían condiciones de hacinamiento y falta de higiene. A lo largo del siglo XIX y XX estas viviendas multifamiliares se convirtieron en una enorme necesidad para las ciudades que captaban día a día a cientos de personas.
En la ciudad de Chihuahua, las vecindades más antiguas, eran comunidades habitacionales, donde varias familias, vivan en departamentos pequeños o cuartos alrededor de un patio común. Algunas de las más importantes, existieron en el centro de la ciudad y en sus alrededores durante el siglo XIX y principios del XX, aunque muchas han sido demolidas o transformadas con el tiempo, el recuerdo sigue vigente de aquellos que vivieron, tal vez, toda su vida o parte de ella en un lugar de estos. Tuve la oportunidad de recorrer algunas calles y avenidas de la ciudad, para poder hacer estas crónicas relativas a las vecindades, al igual que algunos barrios y colonias donde tuve la oportunidad de niño de recorrerlas, con mi señor padre, don Rosalío "Chalío", como le decían de cariño, y además, conocer mucho de este hermoso ambiente, pues, tuve muchos compañeros y amigos que vivieron en vecindades cuando curse el preescolar, la primaria, secundaria y el bachillerato, pues además de esto, mis familiares paternos eran propietarios de una vecindad en la calle 21a y Trías, a la cual le habían llamado “La Plazuela”, pero después les contaré al respecto.
Durante los años 40 hasta el 2000, han existido diversas vecindades, aunque no hay mucha información documental, salvo el libro “Las vecindades de todos mis recuerdos” de mi amigo Erasto Olmos, aunque no especifica sobre nombres y propietarios en la ciudad, solo algunos datos generales, sin embargo, sabemos bien, lo difícil que es el tema, pues muchas de estas se ha perdido con el tiempo, pero, siempre hay una nueva oportunidad de indagar, es por eso, que, parte de la información que expongo en estas crónicas, la recopilé de forma exhaustiva, caminado por calles, avenidas, barrios y colonias, como anteriormente comenté, debido a que estas eran, en su mayoría, viviendas populares informales, que no siempre se registraban oficialmente. Sin embargo, algunas vecindades y sus propietarios o administradores más conocidos, basados en relatos históricos y culturales locales, me ayudaron a empezar por el centro de la ciudad donde allá por los años 40, 50 y 60 del siglo pasado, en la conocida y romántica calle Libertad, que además fue y ha sido un área comercial de importancia para nuestra ciudad.
Sí, en la Libertad estaba la vecindad de don Fulgencio Villalobos, una de las más grandes y conocidas del centro de Chihuahua. Don Fulgencio, era un empresario local que, administraba la vecindad, donde habitaban muchas familias de trabajadores ferroviarios. En esta, existió una hermosa mujer de la tercera edad llamada María o Mary, como le decían de cariño, la que se sentaba siempre en un banquito de madera al lado de su puerta. Sus manos, agrietadas por los años de trabajo en la fábrica de costura que, estaba muy cerca de la tienda “La Sirena” en el centro descansaba en su regazo; sus ojos observaban siempre el patio central de la vecindad, pero su mente estaba en otro tiempo. Su hijo menor, Juan, sería víctima de la violencia que azotaba los cinturones de pobreza en las calles de Chihuahua. Un disparo terminaría con su vida en la esquina del barrio. “El Plan de Álamos”, contiguo al centro de la ciudad. Desde ese día, el dolor se convirtió en su compañero silencioso. “El era todo para mí”, murmuraba mientras las lágrimas brotaban sin esfuerzo. El eco del sufrimiento en su voz, resuena en las paredes de su modesto cuartucho. Cada vez que escucha una sirena en la distancia, su corazón se apretaba grabándole el momento en que lo perdió. Pero la vida continúa, porque en la vecindad, el dolor de Mary, es el dolor de todos; es una constante, algo que se respira en cada rincón, y que todos aquí aprenden a cargar de alguna manera.
Otra vecindad que tuvo su auge entre los años 40 al 60, fue la ubicaba también en el centro de la ciudad de Chihuahua, entre las calles Victoria y Liberad ,colindando casi con la plaza de Armas, la cual, la habitaban obreros de escasos recursos que trabajaban muy cerca de ahí, además, era un sector muy transitado y concurrido. Esta vecindad se dice que, era de una familia de apellido Pérez, los cuales nombraron a esta propiedad como “La Victoria”, de ahí pude rescatar un sencillo, pero emotivo testimonio de doña Panchita Zaragoza ,que en aquel entonces, era una niña con muchas ilusiones, y donde nos cuenta, que en el gran patio de la vecindad, no sólo haba tristezas, sino también, mucha alegra. “Me acuerdo que en una de las esquinas, un grupo de niñas corramos descalzas, nuestras risas, llenaban el espacio, como si la vida fuera un juego que nunca terminaría. Entre mis queridas amigas, estaba Lupita Longoria, una niña de ocho años que tena una sonrisa que iluminaba hasta el rincón más oscuro de la vecindad. No entendía de dolores pasados, ni de preocupaciones futuras; sólo conocía el presente y los juegos que compartamos con todas las niñas. “¡Vamos a jugar a las escondidas!”, gritaba Lupita, mientras que todas nosotras corramos detrás de ella. En ese instante, la alegra invadió el lugar, y por un momento, todos los problemas parecían quedar suspendidos en el aire; nuestras mamás, observaban desde la sombra, intercambiando sonrisas silenciosas, agradecidas por esos pequeños respiros de felicidad que sus hijas les regalábamos”. De esta manera concluía nuestra hermosa Panchita su hermoso relato, vivido en su nostlágica vecindad.
Otras de las vecindades del sector centro, fue la de doña Esperanza Ramírez, ubicada en la calle Cuarta, persona muy conocida en el ámbito del comercio, la cual, administraba esta vecindad que albergaba principalmente, a vendedores, ambulantes, y empleados de mercados cercanos, como el Reforma y los de la Cuarta. De este lugar tuve la oportunidad de encontrar a doña Eduviges González, quien me cuenta que cuando viva ahí, contaba con la edad de 10 años, y en seguida de donde vivía en la vecindad habitaba don Arturo. “Era un hombre que todos llamaban “el sabio de la vecindad” -comenta doña Eduviges- y a sus 70 años, mantenía viva la llama de la esperanza en nuestro entorno de pobreza y carencia. Con su radio viejo, escuchaba ”La Norteñita" y “Radio Ranchito”, donde trasmitan noticias y radio novelas, y aunque sabía que la vida era difícil, siempre tenía palabras de aliento para los demás. Él comentaba, “Las cosas van a mejorar, ya lo verán”, expresaba don Arturo, mientras comparta un café con los vecinos en el patio, acompañado de un “farito”, pues parecía tronera de ferrocarril".
“Don Arturo, siempre vio cómo la vecindad se transformaba con el tiempo, cómo las casas y cuartos, antes llenas de vida, se vaciaban por la migración o la violencia, pero él no dejaba de creer en el futuro. Siempre decía y expresaba que la esperanza estaba en los pequeños detalles; en los niños que jugaban; en los jóvenes que, seguían estudiando; en los ancianos que compartan sus historias. ”Un día este lugar será mejor", repetía con convicción, y aunque muchos perdíamos la fe, sus palabras colmaban el corazón de quienes lo escuchábamos, incluso si solo era por un momento". Concluía su plática con un servidor, doña Eduviges, una hermosa señora tierna y amable… Esta crónica continuará
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