
Por: Oscar A. Viramontes Olivas
violioscar@gmail.com
Las calles de Chihuahua en los años 60 y 70, eran tiempos inolvidables, representaban un hervidero en la vida infantil de miles de niños y niñas; no había pantallas que nos hipnotizaran, ni videojuegos que nos atraparan en mundos digitales; nuestra diversión, se encontraba en las banquetas polvorientas, en los parques con columpios y resbaladillas de fierro, calientes debido al intenso sol del mediodía que estaba en su máximo apogeo, en las calles del barrio, y en los patios de nuestras casas, donde nuestras energías, se desbordaban en un sinnúmero de actividades. Sin duda, crecimos en un tiempo en el que la imaginación, era el motor de nuestra infancia, aunado a los sabores de la época, quedaron tatuados en el recuerdo y en nuestro corazón.
Cada tarde, después de la escuela, las calles se llenaban de niños y niñas, dispuestos a gastar la energía acumulada en las aulas, uno de esos juegos más emblemáticos, fue el trompo, aquel juguete de madera que se enrollaba con una cuerda, y se lanzaba con destreza para hacerlo bailar sobre el suelo de tierra; muchos hacíamos las famosas “retas” a ver, quién ganaba las apuestas. Los trompos eran mucho más que un simple juguete, eran el centro de numerosos juegos que llenaban las nostálgicas tardes de emoción y competencia sana.
Entre los juegos más comunes estaban, donde cada participante, lanzaba su trompo, y se medía quién lograba que éste permaneciera girando por más tiempo. Era todo un ritual, se escuchaban los chirridos y zumbidos y se contaban los segundos con asombro; la victoria se celebraba, no solo por la destreza del lanzamiento, sino también, por la técnica que permitía mantener el trompo girando de manera estable. Con este juego, los niños, lanzaban sus trompos uno cerca del otro, buscando que el giro del mismo, hiciera chocar o empujara el del contrincante, la idea, era derribar o detener el trompo rival, lo que, implicaba mucha estrategia para elegir el ángulo de lanzamiento y la fuerza adecuada. Este enfrentamiento directo, convertía cada partida en una mini batalla, donde el sonido del choque de los trompos era casi musical.
Algunos trompos trazaban círculos o líneas en el suelo, para establecer áreas específicas donde debían aterrizar; el objetivo, era hacer que el juguete, se detuviera lo más cerca posible de un punto marcado o incluso, que lograra atravesar una meta predeterminada; este juego, no solo ponía a prueba la puntería, sino también, fomentaba la creación de reglas y desafíos personalizados, sin embargo, otra variante, era intentar que el trompo, realizara movimientos o giros inusuales; cuando éramos niños, competíamos por hacer que este hermoso juguete, realizara giros o maniobras "especiales", como cambiar de dirección repentinamente o inclinarse en ciertos ángulos, demostrando una habilidad y un control excepcional. Este juego combinaba la técnica con un toque de creatividad, permitiendo que cada lanzamiento se convirtiera en una pequeña exhibición de destreza.
No faltaban las competencias en las que se apostaban pequeños premios, desde canicas hasta golosinas. En estos casos, el juego se acompañaba de rimas y cánticos que se transmitían de generación en generación, haciendo el acto de lanzamiento del trompo, un ritual cargado de tradición y camaradería. La rima, a menudo improvisada, intensificaba la emoción y convertía cada lanzamiento en un evento único, donde todas estas modalidades, nos hacían entender que este juguete de madera, no solo servía para competir, sino que, también unía a los niños en torno a un juego colectivo, fomentando la socialización, y el aprendizaje de valores como la paciencia, la destreza manual, y el espíritu deportivo, ya que, cada lanzamiento, cada giro, y cada choque, era un pequeño acto de celebración de la infancia, donde la creatividad, transformaba lo cotidiano en momentos inolvidables.
En los años 60 y 70, el “yoyo” se destacó como un juguete emblemático, y las marcas que lo producían, dejaban una huella imborrable en la memoria de quienes lo disfrutábamos en esa época. La marca más reconocida, especialmente a nivel internacional y que tuvo gran presencia en México, fue la “Duncan”, su modelo Butterfly, se convirtió en el favorito de muchos niños gracias a su diseño ergonómico, resistencia y facilidad para ejecutar amplias variedades de trucos. Este modelo, era célebre por su forma distintiva que facilitaba el agarre, y permitía realizar maniobras precisas; la durabilidad de sus materiales, lo hacía ideal para las intensas sesiones de juego en las calles y patios, sin embargo, existían marcas importadas y en algunas regiones, se comercializaban versiones fabricadas localmente, que, aunque menos conocidas a nivel internacional, ofrecían prestaciones similares, y formaban parte integral de la cultura del entretenimiento de la época, fue por ello que el yoyo, no era solo un juguete para lanzar y recoger, era un instrumento que abriría un abanico de posibilidades para desarrollar habilidades manuales, coordinación y creatividad.
Entre los juegos y destrezas que se practicaban, destacaban, el "Sleeper", uno de los trucos fundamentales que era dejar que el yoyo, girara en la punta del hilo sin ascendente ni descendente, en lo que, se conoció como el "sleeper". La duración del giro, era un punto de orgullo, pues, cuanto más tiempo permanecía girando, mayor era la destreza del jugador, es por eso, que solíamos competir para ver quién lograba mantener el yoyo en suspensión durante más tiempo; quien no se acuerda del “Perrito” o el “Walk the dog”, truco que era dejar que el yoyo “caminara” por el suelo, mientras el jugador mantenía el hilo tenso e imitaba el movimiento de un perrito paseando, por ello, este truco requería no solo control y precisión, sino también, sentido del ritmo, y coordinación, para evitar que el yoyo se desviara. Otro era el “Around the world, y este consistía en lanzarlo, de tal forma que, hiciera un recorrido completo alrededor del dedo o incluso del brazo, regresando a la mano; la ejecución de este movimiento, demostraba gran habilidad, ya que, implicaba calcular el ángulo y la fuerza del lanzamiento con precisión.
Los niños no nos limitábamos a practicar un solo truco; en muchos casos, inventábamos secuencias propias, combinando varios movimientos; estas rutinas, podían incluir transiciones rápidas entre el "sleeper", el "Walk the Dog" y otros trucos, convirtiéndose en pequeñas exhibiciones de destreza, por ello, en las reuniones escolares o en la calle, se organizaban competencias informales donde se premiaba la originalidad y la fluidez de la combinación. En relación a ello, más allá de la práctica individual, el yoyo se prestaba a desafíos colectivos; organizábamos competencias para ver quién lograba la mayor duración en el "sleeper", o quién podía ejecutar una serie de trucos de forma consecutiva sin interrumpir el ritmo.
Estos juegos, fomentan el compañerismo, la sana rivalidad y, sobre todo, el intercambio de técnicas y secretos entre amigos; así mismo, el yoyo representaba mucho más que un simple pasatiempo, era un vehículo para el desarrollo de habilidades finas y la creatividad, así, la práctica constante de estos trucos, nos enseñaban a tener paciencia y perseverancia, ya que, dominar cada movimiento, requería horas de ensayo y error, además, la interacción social que surgía en torno a las competencias y demostraciones del yoyo, fortalecía lazos de amistad y fomentaba un ambiente de aprendizaje compartido.
Finalmente, cada lanzamiento, cada truco y cada competición, era un pequeño logro personal, pero también, oportunidades para celebrar la ingeniosidad colectiva de nuestra infancia; los barrios, y escuelas, se convertían en escenarios donde el yoyo, se transformaba en el protagonista de historias y leyendas locales, y donde cada truco bien ejecutado, era aplaudido y recordado. Hoy en día, este inolvidable juguete, sigue siendo recordado con cariño, por aquellos que vivieron su niñez en los 60 y 70, su simplicidad y elegancia en sus movimientos, contrastan con la tecnología actual, y evocan una época en la que, el juego era una manifestación pura de creatividad y destreza, así, las marcas como Duncan, se han mantenido en la memoria colectiva, simbolizando una era en la que cada juguete, tenía su historia y cada truco, su desafío.
El legado del yoyo, se manifiesta en la capacidad de transformar un objeto cotidiano, en un medio de expresión artística y deportiva; las competencias informales, la invención de nuevas rutinas, y el constante deseo de mejorar cada truco, se tradujeron hoy, en lecciones de perseverancia, innovación y pasión, valores que siguen siendo esenciales en la vida, y para terminar, este emblemático juguete, fue y sigue siendo, un ícono de la infancia, un objeto que no solo entretuvo, sino que también enseñó, y unió a generaciones de niños en un mismo amor por el juego, y el manual de destreza, por ello, cada truco realizado, fue una pequeña hazaña, y cada competición, una celebración de la habilidad, y la imaginación que definieron aquellos años dorados de nuestra bendita niñez.
Fuentes: Agradezco el valioso respaldo de Perla Mendivil Mendivil, y Angélica Pérez Ortez, estudiantes de Facultad de Contaduría y Administración, UACH.