Chihuahua en Llamas: Hambre, Coraje y Resistencia en los Días de la Revolución

Crónicas de mis Recuerdos
Oscar A, Viramontes Olivas
Facebook: Oscar Vira
violioscar@gmail.com

Por: Oscar A. Viramontes Olivas

violioscar@gmail.com

La ciudad de Chihuahua, con su traza de plazas y alamedas, sus fachadas de cantera y el rumor constante   del río Chuviscar, vivió la Revolución como se vive una enfermedad que no pide permiso, entre la fiebre, el dolor y la lenta recuperación. No fue un escenario ajeno a los grandes nombres de la contienda nacional; su historia local, se entrelaza como hilos de distinta textura, con las figuras de Miguel Ahumada, Pancho Villa y Felipe Ángeles, entre otros protagonistas que, por acción u omisión, dejaron su marca en la carne urbana, y en la memoria colectiva. Esta crónica mira esa textura, los intentos de toma, las noches de hambre y fuego, los saqueos, la dignidad encontrada en los pequeños gestos, y la manera en que la ciudad, herida, exhausta, supo volver a erguirse.

Cuando estalló la Revolución en 1910, la ciudad que Miguel Ahumada había ayudado a modernizar, no era ya la misma aldea colonial de antaño. Las escuelas, el teatro, los drenajes y el hospital por los que él abogó, se erguían como logros tangibles de una administración que, hasta 1903, quiso imponer orden y progreso. Pero esas obras, por más sólidas que fuesen, no defendían del acero, ni de la pólvora. La convulsión nacional, trastocó la cotidianeidad y las plazas se volvieron plazas de paso de tropas y, a menudo, de duelo. En 1911, la caída del viejo régimen, trajo consigo un desplazamiento de fuerzas que dejaron a la región, en un mar de incertidumbres. Ciudad Juárez había sido escenario decisivo en 1911, su conmoción reverberó en toda la frontera, y Chihuahua no fue excepción.

La presencia de Pancho Villa en la narrativa regional, transformó la geografía del miedo y la esperanza. Villa, con su División del Norte, se convirtió en figura omnipresente en el imaginario local, a su paso, hombres se sumaban a la causa, otros huían, y los mandatos de su mando eran ley o sentencia. Entre 1913 y 1914, años de intensa movilidad militar en el norte, la ciudad de Chihuahua conoció episodios en que columnas villistas, se acercaron a sus puertas, a veces ocupando barrios, otras limitándose a asaltos sorpresivos. La ciudad, que no estaba hecha para resistir asedios prolongados, vivió jornadas de zozobra, donde barricadas improvisadas por vecinos, patrones que escondían lo esencial, la incertidumbre de cada campanada. Felipe Ángeles, artífice de la artillería de Villa, y figura de temperamento técnico, pasó por la región con la serenidad calculada de quien mide trayectorias y alcances; su nombre, quedó asociado a decisiones tácticas que, en ocasiones, podían salvar o condenar a una cuadra entera.

Los intentos reales de tomar la ciudad, no fueron siempre asaltos frontales gloriosos, muchas veces fueron maniobras de desgaste, escaramuzas y noches de patrullaje que, minaban la calma. Hubo combates cercanos, acciones en los alrededores, choques en las carreteras que unían la capital con los pueblos del Estado, obligando a la población a resguardarse. Cuando las columnas se presentaban, la gente cerraba portones y ocultaba alhajas; los mercados menguaban, los molinos se detenían, el pan escaseaba. El hambre fue compañera habitual; en bocas jóvenes y viejas, se dibujó la penuria, y los trueques volvieron a ser moneda corriente; una manta por un saco de maíz, una herramienta por una ración. En las memorias de familia, se conservan imágenes que parecen litografías; madres guardando la última harina en un frasco, vecinos que compartían la última olla en la puerta de la iglesia. El saqueo y la rapiña marcaron episodios desgarradores. Donde la orden vacilaba, la ley del botín prosperaba; escaparates vacíos, talleres desmantelados, despensas abiertas a la vista de todos. No todo saqueo fue simple codicia; muchas veces fue hambre disfrazada de violencia. 

Pero también hubo aprovechados, hombres armados que, sin pretensión política, buscaron provecho en la confusión, y sus huellas quedaron en las puertas con bisagras arrancadas, y en las esquinas donde las familias contaban lo perdido. El incendio se sumó a la desgracia, casas que ardieron, archivos familiares convertidos en brasas, fotografías que se volvieron ceniza y, con ellas, la palpación de una historia truncada. Jóvenes regresaron a los escombros buscando una prueba de que la vida anterior, había existido; encontraron polvo, ceniza y la sensación de que la memoria debía reconstruirse a mano. Las fuerzas federales, por su parte, fueron otras manos que pasaron sin cuidado, o con disciplina demasiado fría. Entre la lealtad al gobierno central y los operativos locales, los soldados desplegaron detenciones arbitrarias, patrullajes y a veces represión. 

La población vivió en un continuo balance entre dos presiones, la de los que venían a imponer un orden con armas, y la de los que aspiraban a un nuevo orden con banderas insurgentes. En ese cruce, se perdieron muchas vidas. Hubo fusilamientos que quedaron como historias contadas en voz baja; hubo huidas a la madrugada y entierros apresurados en cementerios que pronto se llenaron. El paisaje humano que dejó la guerra, no fue solamente de muerte y despojo. Surgieron, en medio del desastre, núcleos modestos de solidaridad que salvaron a la ciudad. Las mujeres, en particular, tejieron redes de ayuda; cocinas comunales en templos y en patios, distribución de remiendos, organización de huertos en solares baldíos para que, aunque fuese poco, no faltara algo. Los maestros improvisaron escuelas a la luz de velas, para que la guerra no arruinara por completo la posibilidad de educación; los médicos montaron quirófanos en aulas y en casas particulares para atender a los heridos. Estos gestos, repetidos y silenciosos, fueron el tejido que sostuvo la vida cuando las instituciones colapsaron.

La figura de Miguel Ahumada reapareció en la memoria de la ciudad como referencia de un tiempo anterior en que la modernidad había parecido posible, las obras públicas que reivindicó, escuelas, hospitales, teatro, se convirtieron en puntos de reencuentro y en infraestructuras que, pese a los daños, ayudaron a sostener la reconstrucción. Ahumada había muerto en 1916 en El Paso, en un exilio que simbolizó la caída de un orden; sin embargo, los vestigios de su obra, sirvieron cuando la ciudad tuvo que recomponer su tejido social. La infraestructura sanitaria, por ejemplo, fue esencial para reducir epidemias que solían acompañar a la hambruna y la guerra. La posguerra fue lenta y pedagógica. Recuperar la ciudad, supuso levantar mercados, reparar molinos, restaurar viviendas y, sobre todo, restablecer la confianza entre vecinos. 

Hubo programas de reparto de tierras en algunos lugares, acuerdos locales para la reconstrucción y un esfuerzo notable por reabrir las escuelas. Las plazas recuperaron su pulso, las procesiones y ferias volvieron como actos de afirmación colectiva, pequeñas ceremonias que declaraban que la vida, pese a todo, persistía. En las décadas siguientes, la memoria de la Revolución se afianzó en placas, en relatos contados en sobremesas y en la enseñanza escolar; los niños aprendieron a escuchar esas historias con asombro mezclado con la distancia que da el tiempo. Los nombres permanecen: Pancho Villa, figura polémica y gigante de la frontera; Felipe Ángeles, ejecutado en 1919, y recordado por su temperamento técnico y su lealtad profesional; Miguel Ahumada, gobernador reformista de fines del siglo XIX, cuya obra sobrevivió al caos, y, alrededor de ellos, centenares de actores anónimos, vecinos, maestras, carniceros, médicos que, conformaron la trama real de la ciudad. La Revolución, con su estruendo, dejó lecciones difíciles; enseñó la fragilidad de la paz, la urgencia de la justicia social y la fuerza de la solidaridad vecinal. Chihuahua salió adelante, no por una sola virtud, sino por la suma de esfuerzos, por la tenacidad de quienes rehicieron casas, por los que volvieron a abrir talleres, y por los que enseñaron a leer de nuevo en aulas medio destruidas.

Hoy, al cruzar la plaza principal, asomarse al teatro o caminar por calles que alguna vez fueron trincheras de paso, la ciudad guarda en su piel la memoria de esos días. Las cicatrices son visibles y las historias viven contadas en voz baja; algunas trágicas, otras heroicas, la mayoría humildes. Pero todas componen la crónica de un pueblo que, en medio del hambre, la muerte y la rapiña, supo encontrar la manera de cuidar lo esencial, la vida cotidiana, la escuela de los niños y la memoria de quienes no regresaron. Esa capacidad de recomponer, de transformar el dolor en obra, es quizá la lección mayor que la Revolución dejó a la ciudad de Chihuahua. 

“Chihuahua en Llamas: Hambre, Coraje y Resistencia en los Días de la Revolución”, forma parte de los Archivos Perdidos de las Crónicas de mis Recuerdos. Si desea la colección de libros “Los Archivos Perdidos de las Crónicas Urbanas de Chihuahua”, tomos del I al XIII, adquiéralos en Librería Kosmos (Josué Neri Santos No. 111). Si usted está interesado en los libros, mande un Whatsapp al 614 148 85 03 y con gusto le brindamos información.

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