
Hay momentos en los que la vida se detiene sin pedir permiso. Un cambio, una pérdida, un traslado obligado, un divorcio, una decisión difícil o incluso un acto de valentía silenciosa nos coloca frente a un punto seguido que a veces parece punto final. Y justo ahí, donde muchos imaginan un cierre, otras personas descubren un comienzo.
Hoy quiero abrir este espacio con una pregunta: ¿Cuántas veces has tenido que empezar de nuevo? Si trato de ser recíproca, podría decir que yo llevo tres comienzos —y estoy viviendo el tercero—, pero esta vez no voy a hablar de mí. Hoy quiero hablar de todas esas personas que, sin pedirlo, se vieron obligadas a replantear su vida. De quienes tuvieron que despedirse de un matrimonio que ya no sostenía nada… O, aún más doloroso, de quienes vieron partir al amor de su vida hacia un lugar donde ya no existen los abrazos posibles. De aquellos que, a los 50, descubrieron que aquello a lo que dedicaron años enteros les quitaba más rumbo del que les daba. También quiero hablar de quienes pusieron el corazón en una relación que prometía ternura, y un día —sin explicación, sin enojo, sin cierre— la otra persona simplemente desapareció. Porque ahora también pasa eso: la gente se va sin avisar, como si la vida de los demás fuera una puerta que se puede cerrar sin ruido. Y con ellos se van sueños, planes, ilusiones… y un pedazo de paz.
Quiero hablar también de quienes fueron despojados de su hogar sin previo aviso, lanzados a lo desconocido a los 70, 80 o 90 años. Personas que tuvieron que empezar desde cero cuando la vida ya no debería pedirles tanto.
Y claro, no olvidemos a los niños y adolescentes. Los que tienen que adaptarse a un padrastro, una madrastra, una nueva pareja de mamá. Los que crecieron sin papá o sin mamá. Los que se mudan, dejando parte de su identidad en esos pósters pegados en la pared o en las estampitas olvidadas en un cajón.
Los que dejaron su país porque la política decidió por ellos.
Los que buscan una vida mejor en lugares donde no conocen ni las palabras, ni los gestos, ni los silencios. Quizá también está quien un día despertó y sintió que su profesión ya no le quedaba, que la vida le pedía explorar un camino nuevo aunque no supiera hacia dónde lo llevaría. Empezar de nuevo no es un privilegio ni un castigo. Es una posibilidad humana que aparece una y otra vez, sin importar cuántos años tenga la historia que cargamos. Es un acto que atraviesa generaciones, geografías y circunstancias. Lo viven quienes se van de su lugar de origen buscando seguridad o dignidad. Lo viven quienes cierran ciclos que parecían eternos. Lo viven quienes deciden volver a intentarlo cuando nadie apostaba por ellos. Cada inicio trae consigo un desprendimiento. Soltar una identidad que ya no nos queda, dejar atrás una casa, un apellido compartido, una rutina conocida, un recuerdo que duele pero pesa. Es caminar por un territorio desconocido con pasos que al principio se sienten torpes, inseguros. Adaptarse a una nueva calle, un nuevo trabajo, un silencio distinto. A veces, empezar de nuevo significa enfrentar la nostalgia de lo que fue; otras veces, enfrentar el vértigo de lo que podría ser. Y tampoco podemos olvidar a quienes despedimos a nuestras mascotas: esos integrantes silenciosos de la familia que dan todo por una caricia, que se conforman con alimento para sentirse parte del hogar, que cuidan nuestros sueños, nuestras pesadillas y hasta nuestros miedos infantiles, esos que viven debajo de la cama o detrás de la puerta. Empezar de nuevo sin ellos es una forma de duelo que casi nadie enseña a nombrar.
Pero también están quienes, dentro de una cotidianidad compartida con su pareja, tienen que atravesar muros de dolor, perdonar y perdonarse, desenterrar la fe a pesar de sus creencias, obligarse a creer en nombre del amor. Porque ante un pasado arrollador, lleno de espinas, deciden continuar y evolucionar. Y sí, con todos los obstáculos que nos ponemos nosotros mismos. Porque nosotros tenemos el poder de decidir y, como digo yo, si te duele a ti, trabájalo tú. Con amor propio, empatía, humildad y honestidad se puede encontrar esa herida que tanto arde… y empezar a sanarla.
La sociedad a veces nos hace creer que cambiar tarde es un fracaso. Que después de cierta edad ya no se empieza, solo se termina. Que los nuevos caminos son para los jóvenes, para los audaces, para los que “todavía tienen tiempo”. Pero la verdad es otra: el tiempo nunca deja de ser nuestro. Mientras haya un día más, hay posibilidad. Mientras haya un deseo, hay dirección. Mientras haya vida, hay terreno para reconstruir.
Este artículo no es un homenaje a la perfección, sino al coraje de quienes, aun cansados, aun heridos, aun cargando historias que nadie conoce, se permiten intentar otra vez. De quienes vuelven a empezar sin saber si podrán, pero sabiendo que quedarse en el mismo lugar ya no es opción. Empezar de nuevo no es volver al punto de partida; es llegar a un lugar diferente con una versión distinta de nosotros mismos. Es un acto de fe en la vida, pero también en la capacidad humana de transformarse. Y quizá, en el fondo, eso es lo que nos mantiene vivos: la certeza de que siempre existe una puerta entreabierta. Un camino más. Una oportunidad tardía, inesperada, luminosa. Un sorbo de aire, un suspiro profundo, un capítulo nuevo. Porque empezar de nuevo —a los 10, a los 30, a los 60 o a los 90— nunca es un final. Es la forma más humana, más valiente y más hermosa de seguir.
Y si tú estás leyendo esto y sientes que perdiste algo… si el comienzo se ve abrumador, incierto o demasiado grande para tus fuerzas, siéntete en compañía. No estás sol@ en este camino. Habemos muchas almas buscando también ese lugar seguro, ese abrazo que sostenga, ese respiro que calma, ese espacio donde la vida vuelve a sentirse posible. A veces no sabemos por dónde empezar, pero todas las historias —incluida la tuya— merecen otra oportunidad.