
Por: Jess Valdez
Esta vez no quise venir sola.
Creo profundamente que cuando los talentos se unen, no solo se crea más:
se abraza más, se entiende más, se acompaña más.
Hoy me acompaña un amigo, un colega, un hombre al que conozco “desde que los sueños los cargábamos en una mochila”, frase de mi querido Licenciado Alfredo Cruz Del Rosal.
Abogado laboralista, poeta de silencios rotos y de su obra “Desacato al Silencio”, emprendedor en formación y una de las mentes más aguerridas, brillantes e inquietas que conozco. Y así seguimos encontrándonos.
Lo invité porque hay un tema del que poco se habla, pero que duele todos los días:
¿Qué pasa cuando te despiden… y sientes que se te rompe el alma?
¿Dónde te sostienes cuando el trabajo —ese pequeño pilar que te da estabilidad, rutina y pertenencia— se tambalea de un instante a otro?
Hoy queremos hablar de ese abismo.
Unir emociones con derechos.
Corazón con información.
Experiencia con acompañamiento.
Porque sí: ambos importan. Ambos te pertenecen.
Hay un momento caótico en la vida laboral en el que todavía tienes el empleo… pero ya vives con miedo a perderlo.
Es ese filo extraño donde sigues cumpliendo, sigues respirando, sigues llegando… pero no sabes si mañana tu gafete no abrirá la puerta.
A veces los jefes —o los jefes de los jefes— se vuelven lugares de incertidumbre.
Una palabra basta para encender la alarma.
Una mirada basta para recordarte que algo no está bien.
Pero también es cierto:
la perfección no existe.
No hay jefes perfectos.
No hay trabajadores impolutos.
Hay errores humanos, contradicciones, fragilidades.
Hay empresas injustas… y empresas profundamente humanas.
Hay patrones que destruyen… y patrones que construyen.
Mentores y mentoras que te sostienen, que te enseñan, que te forman.
Y sí:
también hay trabajadores que no miden el privilegio que cargan.
Que no honran el espacio que tienen.
Porque también existe ese lado del espejo.
Nada es absoluto. Nada es permanente.
Pero hay algo que sí deberíamos recuperar:
el respeto.
Respeto a la persona.
A su tiempo.
A su trabajo.
A su estudio.
A su esfuerzo.
A su dignidad.
Si algo queremos sembrar hoy es esto:
no tengas miedo, pero sé más empático.
Sé mejor trabajador.
Mejor patrón.
Mejor ser humano.
No perdamos la capacidad de hacer comunidad.
Eso nos hace falta.
Y justo aquí, cuando hablamos de jefes, de trabajadores, de miedos y de dignidades, quiero abrir paso a una escena distinta.
Una escena cotidiana, pero profundamente humana.
Una historia que podría ser la tuya, la mía o la de cualquiera que hoy viaja en el metro, camión, combi o bicicleta con la preocupación apretando el pecho.
Porque hay relatos que nos devuelven al origen:
a la lucha diaria, a lo que se arriesga para sostener un hogar, a lo que implica levantarse aun cuando el mundo se siente pesado.
Por eso invité a Alfredo.
Porque su forma de narrar no solo informa: despierta algo, te confronta, te acompaña.
Y porque sus palabras son capaces de transformar el miedo en conciencia y la conciencia en fuerza.
Te dejo con él. Con su mirada. Con su voz.
Para que sus líneas hagan lo que tienen que hacer:
moverte por dentro.
RESILIENCIA
Mis manos destilan agua de miedo; un frío sudor recorre mi espalda y el cortisol intoxica mi calma.
Otra vez el tiempo justo para llegar a laborar, pero ahora un inesperado altercado ha detenido el transporte, haciendo que los empleos de quienes nos encontramos en este gusano de acero denominado metro pendan del hilo de la responsabilidad.
El martirio cotidiano del traslado es la penitencia que las y los trabajadores de la ciudad cumplimos día a día, dejando en manos de otros trabajadores —que no solo conducen los medios de conexión, sino el destino y el horario de quienes los acompañamos— la estabilidad laboral que cargamos a cuestas.
Cada minuto mata la paciencia.
No quiero que me suceda lo de Martina, la señora de intendencia de la empresa en la que trabajo.
A ella la inculparon de tres retardos y dijeron en Recursos Humanos que era suficiente para despedirla, haciéndole firmar su renuncia.
Veinte años de antigüedad… y le dieron solo un finiquito.
Según ellos “así decía la Ley Federal del Trabajo”.
¡Mentira!
La ley no dice eso en ninguno de sus artículos, me lo dijo Rafita cuando se enteró.
Él es el chico repartidor que está estudiando Derecho en la UNAM.
Nos explicó, con la ley en mano, que el artículo 47 de la Ley Federal del Trabajo describe los motivos y las formas en que se debe despedir a un trabajador.
Y que si no se cumplen esos elementos, se considera despido injustificado, lo cual obliga a la empresa a indemnizar, no a finiquitar.
El caso de Martina fue una tropelía de los directivos.
Después supimos que fue para no pagarle su antigüedad.
Ahí aprendimos algo esencial:
no debemos firmar ningún documento hasta ser asesorados.
Y que no nos pueden obligar a hacerlo.
Desde hace tiempo comenzaron a haber cambios en la empresa.
Se ha despedido a muchos compañeros por causas que no tienen nada que ver con lo que explicó Rafita, y a la gran mayoría les dieron solo finiquitos.
Pero a los que buscaron bronca… esos sí los liquidaron bien.
Según él, esto tiene que ver con la reforma laboral que se generó el 1 de mayo del 2019 y se aplicó el 3 de octubre del 2022, cuando dejaron de ser las Juntas de Conciliación y Arbitraje quienes impartían justicia laboral, y ahora son los Tribunales Laborales del Poder Judicial quienes toman ese papel.
Antes de esa reforma había figuras que protegían a los patrones:
el outsourcing, juicios incobrables, el “ofrecimiento de trabajo”, donde el trabajador tenía que demostrar que había sido despedido.
Eso ya no aplica.
Y recuerdo bien cuando Rafita nos explicó que el artículo 784 de la Ley Federal del Trabajo nos exime a las y los trabajadores del apartado A del artículo 123 Constitucional de tener cargas probatorias respecto al despido.
Es decir: es el patrón quien debe demostrar que mentimos.
Aun sabiendo esto, no sé por qué estoy tan nerviosa.
Necesito el trabajo.
Desde que dejé de tener la pensión para mis hijos, me las he visto muy duras.
He tenido que aguantar a ese supervisor que me acosa en todos los sentidos.
Ya lo reporté ante Recursos Humanos, pero no hacen nada.
Me asesoré en el Instituto Nacional de las Mujeres.
Me dijeron que debía documentar los incidentes, comunicarle al acosador que su conducta es inaceptable, conservar evidencia.
Y si ese cerdo vuelve a intentar tocarme, me voy a ir a la Fiscalía Especial para los Delitos de Violencia contra las Mujeres, porque no soy la única que vive esto sin que la empresa actúe.
¡Por fin ha comenzado a avanzar el metro!
Creo que si corro desde la última estación podré llegar a tiempo para checar.
Un suspiro de alivio invadió al Sistema de Transporte Colectivo.
Por ese día, el alma de la clase trabajadora se relajaba un poco.
La ciudad seguiría avanzando como la sangre que nutre el cuerpo social.
Pero ahora una operaria cobraba conciencia:
la conciencia de saber sus derechos mínimos, los mismos por los que tantas generaciones han luchado para tener un poco de equidad laboral.
Lo que acabas de leer no es solo un relato.
Es un espejo.
Un recordatorio de lo frágil que puede ser la vida laboral y, al mismo tiempo, de lo poderosos que podemos ser cuando conocemos nuestros derechos y reconocemos nuestra dignidad.
Y aquí es donde quiero dejar una reflexión final, muy mía y muy nuestra:
Un abrazo para quien siente que el mundo se le cayó encima
Si hoy estás leyendo esto y temes perder tu trabajo, o ya lo perdiste, quiero que te lleves algo sencillo y real:
No es el final.
No eres tú contra el mundo.
No estás solo.
No estás sola.
Puedes llorar.
Puedes enojarte.
Puedes perder el aire un momento.
Es humano.
Es válido.
Perder un trabajo duele.
Se siente como si te arrancaran estabilidad, identidad, rutina y hasta dignidad.
Pero perderlo no te hace menos.
Ni malo.
Ni insuficiente.
Ni reemplazable.
Pero también puedes volver a levantarte.
Volver a empezar.
Volver a construir.
Cada palabra que firmas importa.
Cada derecho que tienes importa.
Y todo lo que sientes importa también.
Ojalá encuentres aquí un cobijo emocional.
Un descanso.
Un hilo de luz.
Y si lo que necesitas es orientación, aquí hay también una mano que te explica.
A sorbos y suspiros…
te acompaño mientras te reinventas.
Porque nada es permanente.
Nada es definitivo.
Y todavía te quedan muchos amaneceres por estrenar.