
Por: Oscar A. Viramontes Olivas
violioscar@gmail.com
La historia de la Universidad de Chihuahua, se despliega como una novela de voluntades y de lágrimas, una trama que arranca en 1835 cuando, el 19 de marzo, un modesto Instituto Literario, plantó su primer ladrillo frente a la Plaza Hidalgo con apenas veintiún alumnos, y que, a lo largo de más de un siglo, fue forjándose entre fatigas heroicas, logros tímidos y retos que parecían montañas infranqueables; desde aquellos primeros días en que la latinidad, la gramática, el derecho y la medicina, eran enseñados bajo techo humilde, hasta 1881, cuando la nomenclatura añadió el adjetivo “Científico”, y la institución volvió visible su ambición científica, por ello, la comunidad académica, sostuvo un pulso constante entre la esperanza y la escasez, una tensión que no dejó de sangrar pequeñas renuncias cotidianas y también de cosechar frutos.
La conversión definitiva en la Universidad, decretada el 8 de diciembre de 1954, no fue epifanía, ni simple acto administrativo, fue la culminación de una cadena de sacrificios que incluyó nombres, voces y manos, entre los que se señalan a Ignacio González Estavillo, Julio Ornelas Küchle, Federico Pérez Márquez, Felipe Lugo Fernández, Ernesto Talavera, Enrique de Noriega, Rogelio Murillo, Martín H. Barrios Álvarez, Luz Hayashi, y fue, sobre todo, la traducción institucional de un clamor colectivo, por ello, quienes lideraron ese momento, llevaron sobre sus hombros, no sólo responsabilidades técnicas, sino un peso moral que, les arrancó desvelos y lágrimas, que los dejó muchas noches escribiendo planes a la luz de una lámpara tenue, negociando espacios, buscando libros, improvisando laboratorios, armando planteles con lo que había y con lo que no había.
Las postas del tiempo, muestran los extremos de esa gesta, ya que, la fundación de la Escuela de Ganadería en 1956, germen de la Zootecnia; la aparición de Contaduría y Administración en 1958; la inauguración de la Biblioteca Central en 1960 con apenas dos mil trescientos cincuenta y tres volúmenes, tesoro frágil que alimentó ansias curiosas; la creación de la Escuela de Filosofía, Letras y Periodismo en 1963 que, amplió el pulso humano de la casa de estudios, y, al mismo tiempo, los retos que estallaron como tempestades de huelgas exigentes en 1964 que, arrancaron la renuncia de un rector, movilizaciones agrarias y estudiantiles en 1967, y la monumental demanda por autonomía que, en 1968, culminó en la nueva Ley Orgánica que permitió a la Universidad Autónoma de Chihuahua (UACH) respirar con sus propios pulmones, elegir a sus rectores, y defender un presupuesto propio, aunque con esa victoria que costaría noches de incertidumbre y días de angustia política.
Hubo, durante esas décadas, triunfos que se visibilizaban en aulas inauguradas y carreras abiertas, y hubo derrotas morales que se tradujeron en personas que tuvieron que resignar proyectos personales, en aras de un bien mayor; en cada acto de creación, hubo manos curtidas por el trabajo, y ojos enrojecidos por el cansancio y la emoción; la nobleza de quienes, para abrir una Escuela de Medicina, consiguieron camas y laboratorios, con promesas cumplidas a medias; la entrega de ingenieros que levantaron talleres con herramientas prestadas; la obstinación de pedagogos, y normalistas que no cesaron en formar maestros pese a la precariedad. La construcción física del Gimnasio “Manuel Bernardo Aguirre” que comenzó en 1978 y se inauguró en 1980, como símbolo de esfuerzo colectivo, tiene su eco en la memoria de las manos que cargaron vigas y, sobre todo, en la memoria íntima de los que sacrificaron su tiempo familiar, por una grada que hoy acoge festivales y partidos.
Semejante simbolismo se repite en la consolidación de la Facultad de Medicina en 1976, y en la certificación que tardó décadas, en la creación de fruticultura y agronomía, para responder a un estado que demanda saberes aplicados, y en la expansión geográfica hacia Hidalgo del Parral y Ciudad Juárez, con nuevas escuelas y campus. Sin embargo, los hitos más llamativos, apenas ocultan las tensiones de fondo, la huelga de 1985, que ocupó el epicentro de la vida universitaria durante meses, y provocó la renuncia de un rector, reveló que la democracia interna era una herida abierta que, había que suturar con políticas más justas; esa movilización, dolorosa y vindicativa, mostró al mismo tiempo, la fuerza de una comunidad dispuesta a llorar en público, sus desacuerdos, y a reclamar, con una mezcla de furia y ternura, principios que consideraba inalienables.
Cada reforma académica, cada facultad nueva, cada biblioteca ampliada, trajo consigo sacrificios ocultos, profesores que doblaron jornadas, estudiantes que trabajaron por las noches para pagar matrículas, madres y padres que sostuvieron la casa, mientras alguien iba a dictar una clase o a organizar un congreso, y detrás de cada número, dos mil estudiantes aquí, cuarenta programas allá, late una estela de historias pequeñas y feroces, de lágrimas secretas, y de esperanzas que se rehacen. La grandeza de la Universidad es, así, una mixtura de alcances admirables y retos persistentes. La UACH, llegó a 2025, atendiendo a más de veinticinco mil estudiantes, con más de sesenta carreras, y una infraestructura que incluye estadio, centros culturales, gimnasios y laboratorios, pero esa cifra no borra los abismos que se han ido enfrentando; inequidades por zonas, la búsqueda interminable de recursos, la tensión entre vocación pública y necesidades mercantiles, la exigencia social de pertinencia, y la presión política que en ocasiones amenazó su autonomía.
Sin embargo, entre todos esos desafíos, la Universidad ha sabido tejer una esperanza insistente, esperanza que no es ingenua sino trabajada; esperanza que, nace de la memoria de quienes levantaron aulas con cartón, y de quienes, frente a la ausencia, inventaron bibliotecas con donaciones raquíticas; esperanza que, se nutre del recuerdo de la maestra que corregía ejercicios a medianoche, y del cirujano que, desvelado, coordinó prácticas hospitalarias; del profesor de música que enseñó en conservatorios improvisados, y de la bibliotecaria que clasificó volúmenes con manos temblorosas. En cada campus, en cada aula, se reconoce el eco de lágrimas que, fueron también llovizna fecunda, lágrimas por pérdidas personales, por injusticias, por noches de frío, pero también, por la emoción de ver al primer alumno recibir su título; por la risa que nace cuando una investigación rinde frutos; por la mirada satisfecha de quien, siente que, su trabajo ha valido la pena. La Universidad fue y es obra de vidas entregadas, de decisiones difíciles, y de rituales pequeños que, acumulados, construyen una nación de saberes. Y así, mientras la UACH mira hacia delante, sosteniendo sus más de ciento ochenta años de historia (desde el Instituto Científico y Literario), lo hace con la conciencia de que cada avance, exige nuevas batallas, que cada logro, convoca a seguir pagando el precio del cuidado y la dedicación que, las lecciones de 1968 y de 1985, siguen presentes como advertencia y guía, y que la autonomía conquistada, es faro que debe ser cuidado con celo.
La crónica institucional, entonces, no es sólo una sucesión de fechas y nombres, sino un mapa sentimental, un territorio de lágrimas y de risas, de retos vencidos y pendientes, de sacrificios que se convirtieron en oportunidades para otros. Y en ese mapa, la esperanza no es un epílogo, sino la tarea cotidiana: enseñar, investigar, transformar, con la memoria viva de, quienes, encendieron las hogueras primeras y con la determinación de que toda hoguera, por pequeña que fuera, pueda alumbrar un camino para los que vienen detrás.
“Semillas ardientes: voces, renuncias y anhelos en la creación de la Universidad de Chihuahua”, forma parte de las Crónicas de mis Recuerdos. Si usted gusta adquirir los libros, “Los Archivos Perdidos de las Crónicas Urbanas de Chihuahua, están en Librería Kosmos, muy cercanos a las Fuentes Danzarinas, en el centro de la ciudad o llame al 6141488503 y con gusto lo entendemos.