
Lo que es no tener pudor ni sentido del ridículo; y conste que no lo digo yo; les dejo la liga de una nota que escuece por provocativa, por puntual, por oportuna, por veraz: https://web.facebook.com/story.php?story_fbid=122253422570175096&id=61555252907932&mibextid=wwXIfr&rdid=33iznnp3UzYViyaq#
En otros tiempos, la toga imponía respeto; hoy, al parecer, impone filtros; los magistrados ya no dictan sentencias: posan, cual muñequitos de pastel. A la solemnidad del Tribunal Superior de Justicia se la llevó el carajo; es —salvo contadas y honrosas excepciones—, una pasarela de egos, un desfile interminable de vestidos de coctel, trajes, corbatas y sonrisas forzadas ante la cámara de un celular; si Heráclito viviera, en lugar de llorar por la condición humana, pediría que le pasaran el trípode con luz blanca integrada.
La nota refiere el caso lamentable de tres sujetos: Andrés Pérez Howlet, Paco Acosta y Yamil Athie; a los que, dice la nota, la raza, es decir la “vox populi”, llama “magistrados influencers” y han sustituido la reflexión jurídica por la coreografía, la lectura de expedientes por el encuadre de la foto y la deliberación por el gesto de mírenme cómo trabajo.
Porque ésa es otra: entre más selfies y payasadas, más pen…santes y güevones; después de más de treinta años en el servicio público, lo podría formular casi como un axioma: el que tiene que avisar que está trabajando es porque no lo está haciendo; y entre más presume, más hueco, superficial e imbécil.
Porque hay gentecita que la única selfie que no se toma es cuando va al baño, básicamente porque lo que hacen ahí es lo mismo que hacen tras el escritorio de la respectiva ocupación.
El fenómeno es patético y sintomático: no se trata solo de frivolidad; se trata de una enfermedad institucional que podríamos denominar: “justicia selfie”. Un Poder Judicial cuyos integrantes viven pendientes de la foto, del “me gusta” y del “compartir” no sólo ha perdido el recato, condena su capacidad de regeneración, porque esos magistrados son, precisamente, los que todo mundo sabe que van y firman porque del derecho no tienen la menor idea; para esos y otros de su ralea: la toga se volvió telón; el estrado, un set, y los justiciables, extras involuntarios en la película narcisista del poder.
Todo lo registran, todo lo suben, si firman un oficio, foto; si entran a un evento, selfie; si cortan un listón, video; y lo mismo si van en representación de alguien porque, tal pareciera, que son adictos a sentirse la “cereza del pastel”. Nomás falta que si visitan un juzgado, preparen un reel con música épica.
En el fondo, créamelo, lo único que quieren, que buscan y pretenden, es validación: ser vistos, ser halagados, sentirse importantes, porque saben que no lo son.
Esos mentecatos y mentecatas, hay que ser inclusivos, no buscan justicia, buscan iluminación y… no precisamente divina.
No son los primeros, pero sí los más descarados; su egolatría tiene la obscenidad de lo público; en lugar de prudencia, exhibición; en lugar de autoridad moral, autopromoción; uno supondría que el cargo implica compromiso, formación, capacidad y cierto talento; algunos lo han convertido en espectáculo; la justicia, que debía ser ciega, ahora se mira al espejo, se acomoda la toga y busca su mejor ángulo.
Hay algo trágico en esta degradación. El Tribunal de Justicia —ese lugar que debía encarnar la razón serena del Estado— se ha vuelto un salón de belleza institucional, donde cada quien se arregla el alma frente a la cámara y se toma una selfie para olvidar que ya no sabe qué es la justicia, ni el estudio, ni la vergüenza.
Termino: si no dieran lástima, darían risa; a ver, chicos y chicas, sí, sí, sí, están pechochos, pero ya, déjense de estupideces y pónganse a trabajar.
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Luis Villegas Montes.
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