
Hay preguntas que llegan como un susurro y otras que llegan como un pequeño golpe que acomoda el alma. Esta es una de ellas: ¿Sabes cuándo fallamos? No fallamos por equivocarnos, ni por no poder con todo. Fallamos cuando nos olvidamos de lo esencial, cuando dejamos de mirar hacia adentro, cuando la vida se nos va sirviendo hacia afuera y olvidamos a quienes nos sostienen desde el principio.
Fallamos cuando valoramos más a los de fuera que a los que viven bajo nuestro mismo techo; cuando hacemos esfuerzos extraordinarios por agradar a personas que solo cruzan nuestra vida unos instantes, mientras ignoramos las pequeñas necesidades de quienes comparten nuestros días, nuestras risas y nuestros silencios. Fallamos cuando dedicamos homenajes enteros a amigos o conocidos, pero olvidamos honrar diariamente a nuestra familia, a esas personas que trabajan, cocinan, escuchan, cuidan y esperan, incluso cuando no lo pedimos.
Fallamos cuando guardamos la copa bonita para las visitas y dejamos la taza quebrada para los nuestros, como si la belleza y la dedicación estuvieran reservadas para los demás, y no para quienes conforman nuestro hogar. Fallamos cuando agradar al mundo se nos hace ligero, pero hacer un favor a nuestra madre o nuestro padre se siente como un peso; cuando la paciencia es infinita afuera, pero escasa en casa; cuando la ayuda fluye hacia todos, menos hacia quienes nos enseñaron las primeras palabras, los primeros pasos y el primer amor.
Fallamos cuando en las ruedas de amigos o en las redes sociales mostramos nuestra mejor versión, pero a nuestra familia le entregamos lo que sobra: el cansancio, la prisa, el fastidio. Como si ellos no merecieran también nuestra luz, nuestra atención, nuestros “¿cómo estás?” y nuestros abrazos sin horario.
La vida nos distrae, las obligaciones nos aprietan, la rutina nos endurece, pero siempre estamos a tiempo de volver. Siempre podemos mirar a los ojos de quienes más nos aman y decir: “Aquí estoy. Te veo. Te valoro.” No necesitamos grandes gestos: basta con escuchar sin prisa, cenar juntos sin pantallas, preguntar cómo estuvo su día, dejar la taza bonita para un martes cualquiera, decir “te quiero” sin motivo. La familia —la que nos crió, la que elegimos, la que formamos— es la raíz, y cuando las raíces están cuidadas, todo lo demás florece.
A veces fallamos, sí… pero también podemos reparar, retomar y reconectar. Porque donde existe amor, existe siempre una segunda oportunidad.
¿Qué pequeño gesto puedes hacer hoy para honrar a tu familia y volver a lo esencial
Con cariño, Erika Rosas.