
Hay momentos en la vida pública en los que las formas ya no alcanzan para ocultar el fondo. Desde el inicio de este gobierno de cuarta, la comunicación entre las autoridades y la ciudadanía ha sido un territorio lleno de tropiezos: mensajes que intentan transmitir orden mientras los hechos gritan otra cosa. Nuestra presidenta aparece cada mañana esforzándose por sostener un relato de estabilidad, pero el país insiste en contar otra historia, más cruda y más compleja.
Las últimas semanas han sido un recordatorio de esa fractura. Tensiones en el campo (una ley de aguas fast-track), episodios de violencia que se acumulan (coches bomba en Michoacán) y un ambiente nacional que huele a desgaste. Todo se va conectando: una crisis detona otra, y cada decisión abre un nuevo frente; la llegada de Ernestina Godoy a la Fiscalía General de la República llegó pegándole a la mesa y cacaraceando a Cesar Duarte, ex gobernador de Chihuahua, como un preso político que por fin estará tras las rejas. En ese escenario cargado, el tema del agua vuelve a convertirse en epicentro político.
La aprobación exprés de la Ley de Aguas Nacionales dejó claro que, cuando se trata de un recurso estratégico, prevalece la prisa sobre la claridad. Los debates intensos en el Congreso, las maromas del diputado Monreal, las dudas ciudadanas y las sospechas razonables sobre quién gana y quién pierde con la nueva regulación dejaron una estela de desconfianza. En política, las dudas no se borran con discursos; se resuelven con hechos.
Y en este mar de señales contradictorias, reaparece un nombre que no pasa desapercibido: Alex Le Barón González. Desde la conferencia matutina, la presidenta sugirió presuntas irregularidades en la entrega de concesiones durante su etapa en CONAGUA. No es menor: cuando el propio gobierno señala posibles abusos en uno de los sectores más sensibles del país, inevitablemente coloca la lupa —y la presión pública— sobre una red de intereses que llevaba años tejiéndose en silencio. Si la idea es comenzar a dar golpes de autoridad y llegar con mano firme a la posición de la FGR, lo pertinente es investigar a todas y todos por igual, sin distinción de colores partidistas.
Si el gobierno es coherente con su discurso de justicia, este caso no debería quedarse en un pronunciamiento matutino. Podría, y debería, abrir la puerta a un proceso más profundo: una revisión seria y sin excepciones del huachicol del agua, del posible cártel del agua que opera desde hace décadas en distintas regiones del país, sobre todo en Chihuahua. Porque si de verdad se quiere combatir la corrupción, este es un terreno donde las complicidades han sido históricas y donde el silencio ha sido, muchas veces, un acuerdo no dicho. Desahogar las investigaciones necesarias para poder desmantelar toda una red de corrupción en cuanto al tema del agua puede resultar en afectaciones a políticos y políticas actuales que exigen que todos tengan la cola corta. Es decir, caiga quien caiga, resulte implicado quien resulte implicado.
Los recientes cambios en el gabinete pueden ser una oportunidad o una simulación. La diferencia estará en si las investigaciones se conducen con rigor o si se utilizan como herramienta para oxigenar políticamente al gobierno sin tocar a quienes realmente operan las estructuras del desorden hídrico. ¿Es delito solo si es de los contrarios?
El país necesita que alguien rompa ese círculo. No discursos, no acusaciones al aire: investigaciones completas, responsables identificados y una limpieza institucional que vaya más allá de los apellidos que conviene mencionar. Vamos más allá, ayudemos a la presidenta a ir más allá, a que poco a poco vaya limpiando la casa de su partido.
Porque si algo ha demostrado esta coyuntura es que el agua no solo es un recurso natural: es un espejo del poder. Y en ese espejo, tarde o temprano, todos terminan reflejados.