
Diciembre suele presentarse como una promesa colectiva: celebración, balance, cierre, familia, alegría. El calendario insiste en que es un mes especial, casi obligatorio de disfrutar. Pero esa narrativa ignora algo fundamental: el tiempo no se vive igual en todos los cerebros. Para muchas personas neurodivergentes, diciembre no es neutral. Es exigente, ruidoso y, a veces, profundamente agotador.
Las fiestas de fin de año concentran todo aquello que suele desafiar a los cerebros distintos: cambios abruptos de rutina, hiperestimulación sensorial, demandas sociales intensas y una presión emocional difícil de esquivar. Luces intermitentes, música alta, reuniones prolongadas, conversaciones superpuestas, horarios alterados, expectativas implícitas. Nada de eso es casual; es parte del ritual. El problema es que los rituales sociales rara vez están diseñados para la diversidad neurológica.
Para una persona autista, diciembre puede convertirse en una carrera de obstáculos invisible. No porque falte voluntad de participar, sino porque el costo interno es alto. La sobrecarga no siempre se nota desde afuera. A veces se traduce en irritabilidad, cansancio extremo, necesidad de aislamiento o dificultad para “disfrutar como se supone”. Y ahí aparece otra capa de presión: la culpa.
Porque diciembre también exige emoción. Hay que estar agradecidos, felices, disponibles. Hay que cerrar ciclos, hacer balances, proyectar. Pero ¿qué pasa cuando el cerebro necesita pausa, previsibilidad y silencio? ¿Qué ocurre cuando el cuerpo pide bajar estímulos mientras el mundo los multiplica?
El calendario no suele contemplar esas preguntas. Funciona bajo una idea de normalidad que asume que más es mejor: más encuentros, más ruido, más actividades, más socialización. Desde esa lógica, quien se retrae es visto como antipático, exagerado o poco flexible. Rara vez como alguien que está regulando su sistema nervioso.
Diciembre también visibiliza otra desigualdad: quién puede elegir. No todas las personas neurodivergentes pueden decidir no asistir a eventos, no modificar rutinas o no exponerse a entornos hostiles. En el trabajo, en la escuela, en la familia, la flexibilidad suele ser un privilegio. Y la falta de comprensión se disfraza de tradición: “es solo una vez al año”, “haz el esfuerzo”, “no es para tanto”.
Pero para algunos cerebros, sí es mucho. Y no es solo una vez: es una acumulación de estímulos que se repite año tras año, sin ajustes estructurales. Por eso hablar de neurodivergencia en diciembre no es hablar de sensibilidad individual, sino de diseño social. ¿Quién define cómo se celebra? ¿Quién queda afuera de la idea de fiesta?
Curiosamente, el fin de año también es un momento propicio para revisar estas preguntas. Si diciembre es tiempo de balance, vale la pena preguntarnos a quiénes deja exhaustos el calendario y por qué. Qué pasaría si pensáramos las celebraciones con más opciones y menos imposiciones. Si normalizáramos retirarse temprano, bajar el volumen, respetar silencios, anticipar cambios. Si entendiéramos que la participación no siempre se ve igual.
La neurodivergencia no necesita que diciembre desaparezca. Necesita que deje de ser monolítico. Que haya espacio para celebrar sin sobrecargar, para compartir sin exigir, para cerrar el año sin colapsar. Reconocer que no todos los cerebros procesan el tiempo, el ruido y la emoción de la misma manera no le quita magia a las fiestas; les agrega humanidad.
Tal vez el gesto más inclusivo de este fin de año no sea sumar una actividad más, sino permitir menos. Menos juicio, menos ruido, menos expectativas ajenas. Y entender que, para muchas personas, cuidarse en diciembre también es una forma válida de celebrar.
Porque el calendario no es neutral. Pero puede ser más justo.
L.C.H EDNA PONCE / KP SOLUCIONES