
Por: Oscar A. Viramontes Olivas
violioscar@gmail.com
Los camiones rojos llegaron a ser una marca en la memoria de la ciudad, como si su color hubiera pintado no solo el asfalto, sino también el pulso cotidiano de millones de vidas obreras; eran los vehículos del sindicato de la Fundición Ávalos, esa gran casa de hornos y humo que dio trabajo, miseria y comunidad a barrios enteros, y el Sindicato 11 de Julio, los convirtió en más que transporte, fueron la columna vertebral de los días laborales, el latido colectivo que llevaba a los hombres y mujeres a la puerta misma de la fábrica, y devolvía al hogar su cansancio en la tarde. Aquellos camiones rojos, no sólo cruzaban rutas, cruzaban historias que desde sus inicios, la cooperativa no solo contrataba choferes, los mismos mineros y trabajadores de la fundición, fueron los "socios" que aportaban el capital y, en muchos casos, operaban las unidades.
La fundidora, inaugurada en los albores del siglo XX, había generado con el tiempo, colonias y un ecosistema urbano propio, familias enteras, padres, hijos y abuelos, se articulaban alrededor de los ritmos industriales; el turno de la mañana, descanso breve, turno de la noche y para que ese engranaje funcionara, hacía falta movilidad fiable y barata; no bastaban las piernas para caminar, ni la ocasional carreta, hacía falta una flota que moviera, puntual y paciente a los obreros entre su barrio, y la plancha de la fundición. De ese requerimiento nació una respuesta colectiva: cooperativas, concesiones y, sobre todo, el Sindicato 11 de Julio, que organizó la operación de los llamados icónicos “camiones rojos”, el cual, recibiría el nombre de la razón social: Sociedad Cooperativa 11 de Julio S.C.L., fundamentales para entender la identidad obrera de la ciudad de Chihuahua, especialmente de la zona de la Fundición de Ávalos.
La Sociedad Cooperativa de Transportes 11 de Julio S.C.L. fue fundada formalmente el 11 de julio de 1940, eligiéndose esta fecha, por ser el “Día del Minero” en México, en conmemoración de la fundación del Sindicato Nacional de Trabajadores Mineros, Metalúrgicos y Similares de la República Mexicana en 1934. Esta empresa, surgiría como iniciativa de los propios trabajadores de la planta ASARCO (American Smelting and Refining Company), para gestionar su propio transporte y el de sus familias hacia el centro de la ciudad. El rojo de las unidades, era emblema y advertencia; emblema, porque anunciaba presencia, porque un camión rojo, significaba “horario”, “trabajo”, “migas de pan para la mesa”; advertencia, porque su llegada, marcaba el ritmo sagrado del reloj. Las rutas, nacían en la colmena obrera, Ávalos, El Campesino, El Granillo y, como arterias, se dirigían al centro y, sobre todo, a la misma garganta de la industria.
Había paradas claramente demarcadas, la entrada principal de la fundidora, la estación del ferrocarril, que sirvió a la planta en décadas pasadas; la plaza, donde la gente intercambiaba boletos y rumores. Los recorridos tenían nombres sencillos, sin pompa: “Ávalos–Centro”, “Ávalos–Palacio Federal”, “Ávalos–Hospital”, e igual que las calles que pisaban; tenían olor a mañana, a metal y a café; testimonios, fotografías y relatos de la colonia, recuerdan la presentación de nuevas unidades en los años sesenta, momentos de orgullo vecinal que, confirmaron la solidez del servicio. En su época dorada, habría que decir “sus épocas”, porque la bonanza tuvo varios picos, pues los camiones rojos, fueron más que transporte de jornaleros, prestaron servicio al público en general, convirtiéndose en autobuses libres, donde los comerciantes ahorraban el pasaje, los estudiantes encontraban la tranquilidad para revisar apuntes entre parada y parada; los médicos, llegaban al hospital con el cansancio de quien atiende vidas, y las novias, cruzaban la ciudad en busca de una moneda en el cine del centro. La flota era, a la vez, instrumento de trabajo y telón de la vida social; una mujer que regresa de la tiendita; un niño que sube con el pan del almuerzo; un anciano que dice: “hoy ya no vuelvo a caminar tanto”. Por eso, cuando uno de esos camiones se descomponía, la ciudad se resentía, como si se hubiera torcido una rodilla del cuerpo entero.
Los choferes y cobradores, eran personajes con oficio; no eran meros conductores, eran guardianes de horarios, confidentes de anécdotas, árbitros de cortesías y de disputas, pues a la hora de la mañana, su voz marcaba el paso: “¡Ávalos! ¡Centro!”, y los pasajeros respondían con la urgencia de quien, no puede perder un pago o un puesto. Muchos de esos hombres vivían a media cuadra de la base, y la conducción era, para ellos, una herencia: “Mi padre me enseñó a manejar con la puerta de la casa abierta y la cartera siempre lista”, contaban algunos, aunque las fichas concretas de nombres de chóferes y líderes transportistas quedan escondidas en archivos locales y en la memoria oral, y no siempre se han digitalizado, los relatos de vecinos y documentales sobre la fundidora, recuerdan los rostros y apellidos de quienes sostuvieron la operación en su día a día. En 1940, contaría inicialmente con cinco unidades agregándose otras tres al final de ese año, pequeñas, adaptadas con estructuras de madera o metal
El Sindicato 11 de Julio, con su estructura gremial, proveía una garantía social, contratos, reglas de ascenso para operadores, apoyo en enfermedad y colectas para los que se accidentaban. Esa red de apoyo, hacía sentir a los trabajadores que pertenecer al sindicato era parte del salario moral, algo que no se pagaba en dinero, pero que se traducía en dignidad. En fechas señaladas, la cooperativa organizaba rifas y sorteos para recaudar fondos destinados al mantenimiento de unidades; hubo años en los que, la comunidad, comerciantes y trabajadores, respondieron con entusiasmo para sostener la flota, así, el camión rojo, en ese sentido, no solo transportaba personas, transportaba solidaridad, pero llegarían algunos nubarrones donde la competencia haría acto de presencia en la ciudad, con su expansión, empujara otras soluciones, donde microbuses privados, rutas emergentes y la modernización de concesiones que trajeron cambios en horarios y tarifas.
La llegada de unidades más veloces y económicas (camiones naranjas-1946) o a veces más precarizadas, erosionaron al servicio tradicional; así la urbanización, devoró las antiguas bases, terrenos que sirvieron de cochera, fueron vendidos o reconvertidos; el combustible se encareció, las piezas se tornaron difíciles de conseguir, y la reglamentación municipal, empujó renovaciones que la pequeña concesión no siempre pudo costear. Poco a poco, la voz del cobrador se fue apagando en ciertas esquinas y, con ella, el latido colectivo de la ciudad que había aprendido a confiar en “el rojo” como símbolo de orden. El ocaso no fue abrupto ni trágico en un solo día, fue un proceso con lamentos y también con resignaciones, algunos camiones fueron vendidos, otros quedaron en patios polvorientos; las rutas se fragmentaron, y los pasajeros buscaron otras alternativas.
Hubo quienes culpaban a la modernidad: “Es la tecnología que nos come”, decían, y quienes señalaban a la falta de inversión pública. A finales del siglo XX, e inicios del XXI, el antiguo ideal de flota obrera, dio paso a un transporte más fraccionado, sujeto a macro contratos y a intereses externos. Aunque el color rojo todavía aparece en algunas rutas de la ciudad, ya no encarna la misma cohesión social, y en el solar de la memoria, sin embargo, su figura se preserva como si fuera un libro; hombres con chamarras aceitadas, mujeres con paños en la cabeza, la sirena de salida, y el rumor del metal que se despereza en la mañana. Hoy, voces contemporáneas del sindicato 11 de Julio reclamaban condiciones, seguridad para choferes, buen mantenimiento y rutas operables y la prensa local, hacía reseñas de movilizaciones o advertencias sobre modificaciones de recorridos ante problemas de inseguridad y costos operativos. En su época de bonaza que fueron los años sesenta y setenta, llegaron a contar con casi 45 unidades.
Los camiones rojos, aunque en gran parte mudos, continúan hablando en las voces de quienes vivieron sus viajes, y en la ciudad que mira hacia adelante; todavía late la pregunta: ¿cómo conservar el sentido comunitario del transporte, sin dejar morir la memoria de quienes hicieron posible tantas jornadas? Quizá la respuesta está en mirar atrás y reconocer que detrás de cada unidad, hubo manos, nombres y una voluntad colectiva que merece no desaparecer de los relatos, aunque como todo empieza también termina, la empresa llegaría a su fin en 1998, ya que se contaba con modelos antiguos (70 u 80-Dina-Internacional).
Rutas de Acero y Memoria: los “Camiones Rojos” del Sindicato Minero de Ávalos, forma parte de los Archivos Perdidos de las Crónicas de mis Recuerdos.