
Hace unos días, el H. Congreso de Chihuahua aprobó una iniciativa impulsada por la bancada del PAN, con el fin de reformar la Ley Estatal de Educación en su artículo 8, con el aparente objetivo de “fomentar el uso correcto de las reglas gramaticales y ortográficas del idioma español”.
Esta modificación, que de manera superficial pudiera advertirse como “adecuada e inofensiva”, en realidad esconde tras su discursiva, sobre todo al analizar su exposición de motivos, una profunda serie de prejuicios; errores, tabúes, y falacias que en conjunto engloban una serie de atentados contra los derechos humanos, y de manera muy específica contra comunidades históricamente marginadas e invisibilizadas.
La medida ha traído consigo más preguntas que respuestas, y con justa razón ha encendido alarmas y voces críticas en múltiples frentes; desde distintos niveles de gobierno, la sociedad civil organizada, voces académicas y un largo etcétera, quienes coinciden en señalar que la reforma representa un retroceso más que un avance en el camino de los derechos humanos, que por disposición constitucional y compromiso del Estado mexicano, debe ser siempre progresivo.
Pero hay que ir por partes: en primer lugar la propuesta asume una postura anticuada que concibe al lenguaje como un ente estático, cerrado y dotado de una autoridad centralizada y rígida, cuando en la práctica, el lenguaje se configura a través del discurso de sus interlocutores, quienes lo van adaptando a su realidad, necesidades y particularidades de su contexto; de ahí la existencia de fenómenos tan variados como los regionalismos, arcaísmos, neologismos, modismos o hasta la forma en que pronunciamos las palabras. Este punto no es un capricho ni un argumento improvisado, sino un hecho observable y de interés particular para la lingüística.
En segundo lugar, la propuesta encasilla todo tipo de lenguaje incluyente en una misma caja y lo cataloga como un vicio del lenguaje y una causa de mal aprovechamiento escolar, ésto se hace sin recurrir a ningún tipo de estudio serio para respaldar dicha aseveración. Por el contrario, se ignoran trabajos serios de lenguaje incluyente propuestos por diversos órganos, grupos civiles e instituciones que proponen herramientas lingüísticas para incorporar, reconocer y nombrar a las personas que históricamente han quedado fuera de las narrativas, de los discursos y también del reconocimiento, protección, respeto y garantía de los derechos humanos.
Hay muchos errores conceptuales cuando se habla de lenguaje incluyente. No solo nos referimos a las personas no cisgénero cuando lo empleamos, sino también a un amplio grupo de otras minorías invisibilizadas en el lenguaje y otros ámbitos sociales, como las personas indígenas: las personas con discapacidades, a las personas trabajadoras sexuales, las personas migrantes, las personas en situación de calle, las presidentas o gobernadoras, entre muchas otras más.
En ese sentido, la disposición aprobada va en contra de múltiples derechos, entre los cuales podemos destacar el derecho a la igualdad y no discriminación, además de atentar contra la libertad de expresión. Divide a las personas entre “buenos” y “malos” parlantes sin atender a sus condiciones particulares.
El artículo 3 constitucional es muy claro al señalar que uno de los criterios orientadores del proceso educativo es precisamente la inclusión y por ello obliga a tomar en cuenta las capacidades, circunstancias y necesidades de los educandos, siendo el lenguaje y su uso, una de las principales características del estudiantado.
Resulta irónico cómo una iniciativa que tiende a fomentar el correcto uso del lenguaje aun y cuando no delinea claramente los criterios que se han de seguir para ello, incurre en tantos errores lingüísticos en su redacción. Tampoco deja de llamar la atención el hecho de que la iniciativa se ha vendido mediática y políticamente como una “prohibición” cuando en realidad, por fortuna, no contempla ningún tipo de sanción ni demás elementos disuasorios, lo cual no minimiza lo alarmante de su postura anti-derechos en su discurso expositivo.
El Estado debe promover tanto la competencia lingüística, como el respeto, la diversidad y la libertad. En lugar de prohibir, se deben trabajar en guías inclusivas, talleres con docentes capacitados en un enfoque social y con perspectiva de género, promover la sensibilización e incorporar estas expresiones de forma consciente y respetuosa. Que los estudiantes aprendan gramática está bien, pero también deben desarrollar la capacidad de entender que el idioma cambia, y que el mismo refleja prácticas sociales, que el reconocimiento de las diferencias es importante.
La reforma no es un mero ajuste normativo: es una decisión política e ideológica que define cuáles voces tienen cabida en el aula y cuáles serán marginadas. Si la educación busca preparar ciudadanos y ciudadanas para una sociedad diversa, esta medida parece ir en contra de ese objetivo.
Regular el lenguaje no resuelve los problemas reales de desigualdad, discriminación o violencia. Por el contrario, puede incluso empeorarlos al propiciar un efecto de exclusión simbólica. Lo necesario sería fortalecer la educación en valores, equidad, justicia, y permitir que todas las y los estudiantes se sientan vistos.
El lenguaje incluyente no pretende ser “correcto”, sino ser una herramienta para cuestionar la realidad e intentar cambiarla, si incomoda es porque enfrenta a las personas con sus propios prejuicios y les hace visible aquello que antes no lo era.