
Comienza la cuenta regresiva.
Diez, nueve, ocho, siete…
La Nochebuena está a la vuelta de la esquina y con ella llegan las emociones, los agradecimientos, el regreso al amor y a los buenos deseos cargados de esperanza, junto con esos recuerdos que no pasan: se quedan.
El alma, casi sin avisar, entra en modo gratitud. Se agradece a la vida por lo aprendido justo antes de llegar a esta fecha de reflexión; se agradece a quienes caminan contigo y a quienes tomaron tu mano con fuerza a lo largo de los días. Pero, sobre todo, se agradece la ilusión de ese momento en el que podremos sentarnos a la mesa y compartir más que una cena: compartir vida, sentir el calor y el sabor del amor.
Nos reunimos con nuestros seres queridos y eso nos llena de una felicidad profunda. Sabemos que algunos faltarán a la mesa, pero ninguno que haya sido amado se escapará de la memoria. Nunca del corazón.
Porque sentarnos a la mesa es una tradición, y las tradiciones son las que nos sostienen. Yo aprendí lo que es un verdadero concierto navideño con la Orquesta Sinfónica de Minería, con su luz y su sonido siempre impecables, casi envolventes, en esa iglesia musical que es la Sala Nezahualcóyotl, enclavada al sur de mi ciudad. Para quienes no han vivido la experiencia, es una auténtica algarabía: un ritual que no se explica. Se siente, se guarda, se repite, se agradece. Es una tradición a la que nunca se falta y donde siempre se pasa lista.
Así como la música reúne cuerpos y emociones, la mesa hace lo mismo: convoca, sostiene y recuerda. Y, como toda tradición que se respeta, la gastronomía ocupa su lugar. La cocina como herencia, como historia que pasa de mano en mano y de familia en familia: los romeritos —mis favoritos—, el pavo, el bacalao, la pierna, el espagueti, la ensalada de manzana. Y los postres, algunos más elaborados, volcanes de chocolate como los de Lilian; todos distintos, todos llenos de color, todos profundamente amorosos.
Árboles verdes y robustos, iluminados, con regalos a sus faldas cobijándonos a todos, o quizá solo una bota con dulces. No importa. El amor calienta igual. Porque lo que vuelve significativo cualquier escenario es una sola palabra: juntos.
Entre mis tradiciones más añoradas hay una que no perdono: un buen ponche. De esos que saben a hogar y que, sin pedir permiso, te regresan a casa, a la infancia, al inicio… con solo respirar su aroma.
Después de las viandas, llega el momento del brindis.
Brindaremos por los que están.
Brindaremos por los que se adelantaron.
Brindaremos por los que van llegando a nuestras vidas.
Y brindaremos, simplemente, por la dicha de sabernos vivos.
Porque no todas las tradiciones se sirven en platos o se alzan en copas; algunas se heredan en forma de fe. Continuando con las tradiciones, sigo en la búsqueda de la foto con Santa. Normalmente persigo al más parecido al de los anuncios espectaculares de Periférico, pero este año eso cambiará. Me dijo Bax —ese arrullo de rizos dorados— que lo divertido es encontrar al que menos se parece, de esos entrañables, como los de la antigua Alameda. Tal vez ahí también vive la magia: en lo imperfecto, en lo sencillo, en lo real. En la voluntad de lo amoroso. En memorias y pequeñas nostalgias que también saben a amor.
Y mientras celebramos lo que nos reúne, la ciudad sigue latiendo afuera. Y así, aquí me tienen, comenzando otra tradición: escribirles a ustedes, no olvidarlos. Estoy sentada en un callejón del Centro Histórico de esta enorme ciudad, tan lejana y tan antigua, a veces tan desfigurada. Observo familias de compras, rostros con ilusión, escenas que me recuerdan cuán importantes son las tradiciones para nosotros. Pero también veo los contrastes amargos: la soledad, las desventuras, la tristeza que pesa.
Porque así como las tradiciones ya no son las de antes, a veces nosotros tampoco lo somos. Y por eso este texto es una invitación a no perderlas, a valorarlas, a no perdernos entre nosotros, a acompañarnos y, si se puede, a tendernos siempre la mano.
Recordemos que estas fechas no son solo de dar y recibir; son tiempos de compartir. De regalar esperanza a quien se siente perdido —no solo en la temporada, sino en la vida— y de no dejar pasar ese regalo. Porque, a veces, el gesto más pequeño es el que más abriga.
Por eso, desde esta ciudad muy, muy lejana, quiero desearles con todo el corazón que en estas fiestas encuentren el regazo que solo un hogar puede dar. Que se reencuentren con esa cajita de la ilusión. Que los cubra la protección de la energía más divina de la creencia y de la querencia. Que la estrella de Belén ilumine sus sueños y les dé el brillo necesario para hacerlos realidad. Pero, sobre todo, que la tradición del amor nunca los abandone.
Y Santa… no te olvides de mí.
Te espero con mucha ilusión.
Feliz Navidad a todas y todos ustedes, amorosos y tradicionales creyentes de milagros.
Por, Jessica Váldez.