
Recuerdo una película que me encanta y que recuerdo a la perfección —básicamente porque la acabo de ver la semana pasada, por quincuagésimo novena vez—, Tienes un e-mail, protagonizada por dos grandes: Meg Ryan y Tom Hanks; no me voy a demorar sobre la trama; si no la ha visto, véala.
Total, en ella, existe una escena en la cual un puñado de hombres conversa y alguien suelta que en El Padrino (sí, la película de Francis Ford Coppola) está todo lo que un hombre necesita saber; entre otras enseñanzas, que el poder no se anuncia, se administra; que la familia protege y asfixia; que la paciencia es un arma; etc.; nadie lo discute, nadie lo explica, todos lo saben y lo asumen.
Pues, para mí, la serie Juego de tronos es su equivalente; en ella está compendiado todo: más allá del enano Tyrion Lannister —que nace marcado por el desprecio y aprende a vivir con una verdad incómoda (que no tendrá fuerza ni respeto heredados, así que se fabrica ambos a pulso) y quien en una escena memorable dice que él bebe para soportar la crueldad del mundo y lee para entenderlo; y cuando, con una sonrisa ladeada, dice que bebe y sabe cosas, está contando su biografía en clave—; hay otra escena igual de buena que insiste sobre el mismo tópico: el poder no se implora.
Así es; en la temporada 2, episodio 1, titulado “The North Remembers”, no hay dragones, ni batallas, ni música épica; sólo una mesa, un muchacho coronado, su madre y un viejo sin corona; aun así, ahí ocurre una de las escenas políticas más memorables de la serie.
El contexto es simple y brutal. Robert Baratheon ha muerto. El Trono de Hierro lo ocupa ahora su hijo, Joffrey Baratheon, adolescente cruel, rey por herencia. El reino está en ebullición: el Norte se levanta, Stannis y Renly (hermanos de Robert) disputan la legitimidad del monarca, y la capital se sostiene con alfileres. En ese caos, Joffrey entra al salón del Consejo Privado como quien entra a una jaula creyéndose un león y clama, amenaza y exige cabezas; en ese trance, grita: “Soy el rey”, convencido de que la frase basta para doblegar voluntades… el Consejo calla, no por respeto, sino por prudencia; porque todos saben que el muchacho es peligroso… y estúpido.
Más tarde, en privado, aparece Tywin Lannister; su abuelo; Tywin no es rey, no lo será nunca ni necesita serlo; camina despacio, se sienta, observa. No alza la voz, no discute, ni ruega; y cuando Joffrey vuelve a escupir su autoridad Tywin lo interrumpe con una sola frase, dicha sin énfasis, casi con fastidio: “Any man who must say ‘I am the king’ is no true king”. La escena es magistral porque condensa una verdad política universal: la autoridad no se proclama, se ejerce. El poder auténtico no necesita recordatorios. Cuando alguien insiste en su título —rey, presidente, jefe, líder, magistrado— suele ser porque el entorno no lo reconoce como tal. En ese sentido, el lenguaje desnuda, humilla, apoca, despoja.
Aquí en Chihuahua está pasando.
Hay varios (y varias) desesperados por fincar su autoridad; y para disfrazar su pequeñez y mezquindad necesitan proclamar a los cuatro vientos su condición de lo que sea. Repiten y se repiten así, para afincarse en su autoridad ridícula, quiénes son y cómo es necesario dirigirse a ellos para recordar, y recordarles, su precaria ascendencia. Sin ese público que está obligado a recordarles a mañana, tarde y noche quiénes son, no son nada.
Pobrecillos. Dígales como a los niños: “Sí, sí, sí; y luego, ríase a sus espaldas”.
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Luis Villegas Montes.