
Cada proceso electoral pone a prueba no sólo a los partidos políticos, sino a las instituciones y a quienes administran recursos públicos. De cara al inicio del proceso electoral de 2026, el uso responsable del dinero público vuelve a colocarse en el centro del debate nacional, porque no se trata de una recomendación ética, sino de una obligación constitucional.
El artículo 134 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos es claro: los recursos económicos de la Federación, las entidades federativas, los municipios y las demarcaciones territoriales de la Ciudad de México deben administrarse con eficiencia, eficacia, economía, transparencia y honradez, siempre con el propósito de generar beneficios colectivos. Estos principios no admiten excepciones, mucho menos en tiempos electorales.
La propia Carta Magna establece, además, que los servidores públicos están obligados a ejercer los recursos bajo su responsabilidad con absoluta imparcialidad, evitando cualquier conducta que pueda incidir en la equidad de la contienda. Dicho de manera simple: los recursos públicos no son una herramienta de promoción política ni un medio para inclinar la balanza electoral.
La legislación en la materia es contundente. Constituye delito que un servidor público destine, utilice o permita el uso indebido de fondos, bienes o servicios públicos para favorecer o perjudicar a precandidatos, partidos políticos, coaliciones o candidaturas. También está prohibido brindar apoyos o prestar servicios a actores políticos durante horarios laborales, ya sea de forma directa o a través de subordinados, conductas que incluso pueden configurar el delito de peculado.
Estas disposiciones cobran especial relevancia rumbo a 2027, cuando se renovarán cargos en 17 entidades federativas. Conforme al principio constitucional de paridad de género, nueve de estas candidaturas deberán ser encabezadas por mujeres y ocho por hombres. No obstante, en distintos estados los tiempos políticos parecen haberse adelantado, no sólo en la carrera por las gubernaturas, sino también en diputaciones locales y presidencias municipales, lo que obliga a extremar la vigilancia.
Frente a este escenario, la participación ciudadana resulta indispensable. La sociedad no puede ni debe ser un espectador pasivo. La vigilancia sobre programas sociales, obras públicas y el ejercicio del presupuesto es una forma legítima de contraloría social que fortalece la democracia y previene abusos.
La correcta ejecución del presupuesto 2026 debe mantenerse ajena a cualquier interés electoral y concentrarse en atender áreas prioritarias como salud, educación, desarrollo social e infraestructura. Cualquier desvío con fines políticos, o para promover aspiraciones personales, no sólo representa una falta administrativa grave, sino un acto de corrupción que lastima la confianza pública.
En un contexto electoral cada vez más competitivo, el respeto a la legalidad y la vigilancia ciudadana son claves para garantizar procesos equitativos y transparentes. El mensaje debe ser claro y contundente: los recursos públicos son de todas y todos, y su uso indebido no sólo puede, sino debe ser denunciado.
Con información de Proceso