Crónicas de mis Recuerdos: Donde el pan es banquete, niños de la calle en el invierno chihuahuense (Parte uno)

Por: Oscar A. Viramontes Olivas

violioscar@gmail.com 

Nos llaman los olvidados de la ciudad, somos los que contamos las horas por los sonidos de las bolsas de plástico, y las tablas que crujen en los puestos del mercado; en estas fiestas de diciembre, las calles se llenan de luces y de gente que corre a comprar, pero para nosotros esos destellos, sólo son faros lejanos que marcan la orilla de un mundo que no nos espera. Vivimos en las mazmorras del canal del Chuvíscar, en las bocacalles donde las alcantarillas exhalan un aliento frío y oscuro; dormimos en los pasillos traseros de los mercados, y en lotes baldíos donde la hierba pinchuda nos hace camas de aguijones. Aquí, el pan de ayer es banquete, y una migaja se convierte en historia.

Recuerdo a Luisito que tenía siete años cuando lo encontré por primera vez junto a una pila de cartones, sus manos, estaban siempre manchadas de grasa y tinta; sus uñas, partidas. Me contó que su madre lo dejó una noche con un "vuelve por la tarde" que nunca llegó. Luisito, aprendió rápido las leyes de la calle, esconderse cuando la lluvia trae a la policía, competir por un pedazo de pan con perros más viejos, y guardar silencio ante la violencia, porque las preguntas traen golpes. La primera vez que vio un pavo en una ventana, creyó que era un pájaro gigante cautivo; se le llenaron los ojos de una mezcla de deseo y terror, aquella noche, en un lote detrás de un tianguis de automóviles, compartimos una naranja casi podrida, y reímos como si fuéramos ricos. La risa duró un soplo.

Lalo tiene la voz rasposa de quien tose desde hace años, dicen que fue la bronquitis, o quizá la humedad de tantas noches bajo techo de lona, Lalo, se sienta en la esquina del mercado “La Reforma” con una manta remendada que huele a cocina ajena. Cuando hace frío, se enrosca como un perro viejo, y su mirada se queda lejos, en la parte de la ciudad donde las casas tienen chimeneas. En la Nochebuena pasada, alguien dejó un cartón con tacos fríos; Lalo, los partió en cuatro trozos exactos, y nos los distribuyó como capitán de un barco que reparte raciones. Esa precisión, es un rasgo de supervivencia, si no lo partes bien, te quedas sin la última miga.

Marisol es pequeña y feroz. tiene la cintura recortada por la pobreza, y la sonrisa rota por la desconfianza. Ella aprendió a pelear desde que aprendió a caminar; su primer juguete, fue una lata con la que ahuyentaba a los más grandes. En una tarde, le robaron la frazada mientras ella buscaba agua; persiguió al ladrón por tres callejones y, lo recuperó con las uñas y la lengua de su valentía; se quedó sin voz por la pelea, y durante días sólo susurraba. A pesar de todo, marcó con tiza un círculo en el piso del lote baldío, y dijo que allí era su casa; cuando alguien nuevo llegaba, Marisol lo invitaba a sentarse dentro del círculo, y le ofrecía migas de pan para "la cena oficial". Para ella, el gesto valía más que la comida.

En las mazmorras del Chuvíscar, circulan historias de muchachos que volvieron distintos después de una temporada en las esquinas más negras; Toño, soñaba con ser carpintero, tenía manos que podían medir una tabla al oído, pero la enfermedad, le fue comiendo los huesos, la piel se le llenó de llagas, y la tos le quebró las tardes. Una madrugada, Toño se desvaneció en la bodega del mercado Juárez en la ciudad de Chihuahua; lo encontraron caliente y rígido, abrazando un saco de fécula, como si fuera un cojín. Nadie habló mucho, porque las palabras en esos casos son barro inútil; le encendimos una vela con una servilleta, y el humo se fue mezclando con el humo de las loncherías. Al día siguiente, un vendedor puso unas tortillas en la puerta, y un niño escribió su nombre con carbón en la pared para que no se olvidará.

La enfermedad es la señora que siempre llega a la mesa sin ser invitada, la fiebre se instala en los pulmones y la piel se vuelve papel viejo; los medicamentos, son historias que se oyen de lejos, en voces de gente con recetas y tarjetas, cuando alguien se enferma, la comunidad improvisa, se recoge el poco dinero de las bolsitas y alguien, a regañadientes, va a la farmacia a comprar una pastilla. A veces alcanza, a veces no, he visto a niños temblar, sin que ningún adulto con poder intervenga; los técnicos de la calle, somos maestros de ungüentos caseros y oración, porque la medicina oficial, no siempre llega a los que duermen al lado del drenaje. El maltrato es una sombra constante, los empujones en los mercados, el rechazo de los vecinos, las palabras que escupen desprecio, me acuerdo de una señora tiró agua caliente a un grupo de muchachos, porque pensó que "ensuciaban la entrada"; un comerciante, pateó los cartones donde dormíamos para mostrar que la ciudad no es para todos. 

Los golpes no siempre dejan moretones visibles, a veces la herida es la pérdida de dignidad. Un muchacho llamado Héctor, dejó de hablar con los ojos después de que un policía lo obligó a levantar las manos como a un ladrón, cuando sólo buscaba una caja vacía. Desde entonces, sus ojos son dos monedas apagadas. Sin embargo, entre las ruinas brillan pequeñas alianzas, en los puestos de los ambulantes, una vendedora de flores, deja a escondidas las sobras de pan para los niños que se sientan bajo su puesto. Un señor que vende calzado usado, nos regala pedazos de cartón, con los que, construimos camas menos duras. En una ocasión, un grupo de estudiantes universitarios, llegó al lote baldío con mochilas llenas de ropa; sus ojos, se encontraron con los nuestros y por un instante, se multiplicó la esperanza. No se puede medir en dinero, lo que significa que alguien te mire a los ojos, y te diga "te veo". Es ese gesto el que durante un día hace que el pan sepa a banquete.  Los jóvenes se mostraron amables, pero, yo observé que eran tres, o ¿fueron dos? Pero lo que, si, que el señor no emitió muchas palabras, solo un saludo obligado e indiferente en tratar de por lo menos decirle ¡Feliz Navidad!, a menos que le haya dicho cuando todavía no llegaba de la cocina y se despidió como una persona desconocida 

Dormir en los lotes baldíos tiene rituales, se elige un hueco donde no te pisen, se pone la manta con la cara hacia el viento, para que el humo no entre en los pulmones, se apilan latas para hacer ruido si alguien se acerca. A veces los perros nos acompañan; son guardianes con frío y olfato. En una noche especialmente helada, una madre joven acunó a su bebé entre dos cajas, y dijo que la Navidad era un cuento que ella ya no podía contar. Nos vimos obligados a inventar una breve fiesta, una lata convertida en campana, una vela puesta en una botella, una canción que nadie recordaba completa, pero que todos tarareamos hasta que la garganta dolió.

Las migas de pan son reliquias, hubo una vez en que encontramos una bolsa de pan quebrado detrás de una pastelería; la repartimos con una ceremonia improvisada, cada quien contó una palabra por la que estaba agradecido antes de recibir su porción. Decían "abrigo", "mi perro", "las estrellas". La comida une, repara, hace que, por un momento, la ciudad olvide su indiferencia, pero las migas también recuerdan la desigualdad, mientras en otras mesas, se sirven postres, para nosotros el pan es la prueba de que sobrevivimos. La marginación tiene nombres y apellidos, son las leyes que excluyen, las miradas que castigan, la ciudad que construye muros invisibles. pero también, hay redes de afecto que resisten; el niño que comparte su manta, la viejita que deja un termo de chocolate en la esquina, el joven que enseña a leer a cambio de que le cuenten canciones. Esos actos, aunque humildes, son el pegamento que nos mantiene vivos e incluso, felices.

Donde el pan es banquete, niños de la calle en el invierno chihuahuense, forma parte de los Archivos Perdidos de las Crónicas de mis Recuerdos.

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