A ti ciudadano.
A menudo se piensa que en la época virreinal de México no hubo rebeliones, que solo la guerra de Independencia trastornó ese periodo. No hay nada más erróneo. En realidad, durante esos tres siglos hubo frecuentes insurrecciones y resistencias. Uno de aquellos episodios más conocidos fue el motín de 1692 en la Ciudad de México. Fue tal la furia popular que el Palacio Virreinal, el actual Palacio Nacional, quedó en ruinas.
El contexto que originó el motín de 1692 en la Ciudad de México es bastante complejo. Un año antes, en 1691, una terrible tormenta azotó al valle de México. Esto ocasionó muchas muertes y la pérdida de los cultivos de trigo. Posteriormente, la bajas temperaturas que asolaron la capital de la Nueva España no ayudaron mucho. Pronto una terrible plaga de chahuistle malogró los cultivos de maíz.
Junto a ello, estaba el tema de la impopularidad de Gaspar de la Cerda y Mendoza, el conde de Galve, virrey en ese entonces de la Nueva España. Desde su llegada, en el año de 1688, impulsó una serie de políticas que desagradaron tanto a las clases populares como a los sectores más acomodados. Emprendió una dura campaña contra el pulque, reguló el uso de los temascales y suprimió el mercado de El Baratillo. Por si fuera poco, aumentó la presión tributaria sobre los criollos.
El detonante de la insurrección llegó cuando las autoridades virreinales empezaron a especular con los precios de los granos de maíz y trigo depositados en la alhóndiga de la Ciudad de México. Esto generó una enorme inconformidad sobre todo entre indígenas, mestizos y criollos pobres. La tensión que se respiraba en la ciudad era enorme. De acuerdo al historiador y escritor novohispano Carlos de Sigüenza y Góngora, en las pulquerías de la capital se hablaba ya de una insurrección.
Es así que para el 8 de junio 1692, mientras el virrey se encontraba en el Convento Grande de San Francisco por la fiesta de Corpus Christi que celebraba toda la Ciudad de México, estalló la revuelta. A las cuatro de la tarde de aquella jornada, el alboroto se inició en la alhóndiga capitalina. Un nutrido grupo de indígenas se abalanzó contra los vendedores de granos, resultando muerta una mujer. Posteriormente, el tumulto se dirigió al Palacio del Arzobispado, lugar donde pidieron la presencia del entonces arzobispo, Francisco de Aguiar y Seijas; querían que diera fe de su compañera muerta. No obstante, el alto clérigo se negó, por lo que los sublevados se dirigieron a la Plaza Mayor, el actual Zócalo.
Es así que el grupo de gente disconforme aumentó a un aproximado de 10 mil personas. Había indígenas, mestizos, mulatos y criollos pobres, todos los sectores populares de la Ciudad de México. El descontento se volvió indignación. El Baratillo terminó siendo saqueado. Gritos y maldiciones eran dirigidos contra la injusticia, el mal gobierno y los gachupines. Una lluvia de piedras cayó sobre el Palacio Virreinal, el actual Palacio Nacional.
Al no haber una respuesta armada de la guardia del virrey (la cual no tenía municiones), la muchedumbre empezó a quemar el edificio. Carlos de Sigüenza y Góngora, que en ese momento era secretario del arzobispo de México y estaba siendo testigo de lo acontecido, escribió en una carta:
“(…) determinaron ponerle fuego a Palacio por todas partes y, como para esto les sobraba materia en los carrizos y petates que, en los puestos y jacales que componían, tenían a mano, comenzaron solos los indios e indias a destrozarlos y a hacer montones, para arrimarlos a las puertas y darles fuego; y en un abrir y cerrar de ojos lo ejecutaron.”
Sigüenza y Góngora notificó al arzobispo de lo que sucedía. El jerarca católico intentó poner paz y dialogar con los rebeldes, pero fue recibido con piedras e insultos. Mientras el virrey tuvo que quedarse en el Convento de San Francisco para refugiarse de la ira popular, la gente destruía y avivaba el fuego en el palacio. Al final, aquella sublevación terminó dispersándose por sí sola hacia las once de la noche. El ilustre letrado novohispano y otras personas intentaron apagar el incendio, pero este terminó causando un daño grave al inmueble. Aún así, Carlos Sigüenza logró salvar buena parte del antiguo archivo virreinal.
El motín de 1692 fue el cierre no solo del siglo XVII novohispano, sino también la conclusión de su etapa barroca. Al usar el término barroco no nos referimos necesariamente al horizonte artístico y arquitectónico exclusivamente, sino a algo más amplio. Es la conclusión de una centuria donde la Nueva España creó sus rasgos de identidad que la diferenciaban de España, en un orden político, social, cultural y económico, relativamente autónomo.
También esta sublevación es una pauta histórica importante. Es una irrefutable evidencia de la fuerza que tenían ya las clases populares de la Ciudad de México en la era virreinal. Y sobre todo, es una muestra fehaciente de las injusticias a las que estaban sometidas, en contraste con los privilegios que disfrutaban criollos adinerados y peninsulares. Todo esto generaría a inicios del siglo XIX el movimiento que liberaría a México del yugo español.
Y así fue como en más de cien años antes de la Independencia de México el clamor popular ya estaba descontento con el Virreinato, tanto que quemaron el hoy Palacio Nacional.
Por: Víctor Hugo Estala Banda.