
Por: Oscar A. Viramontes Olivas
violioscar@gmail.com
Hoy escribo con la voz quebrada y la memoria a flor de piel, porque se ha ido un hombre que para muchos de nosotros fue más que un alcalde, más que un funcionario; se fue don Mario De la Torre Hernández; su partida, anunciada el viernes 28 de noviembre de 2025 y aún sin razones públicas que la expliquen, me deja una sensación de desgarro, parecido al que se siente cuando se apaga una luz familiar en plena noche. He decidido sentarme a recordar, con la intimidad que dan los años compartidos en la ciudad, aquello que hizo de don Mario, un hombre entrañable, su calidad humana, la entrega a su familia, sus charlas interminables en el café “El Degá” y ese amor obstinado por Chihuahua que no conoció termómetros políticos.
Nacido en el Ejido Juárez y Reforma, en el municipio de Guadalupe, don Mario fue el ejemplo cabal de la movilidad posible, de la sencillez campesina a la erudición del derecho; de la escuela pública en Ciudad Juárez a la grada “Cum Laude” en la Universidad Autónoma de Chihuahua. Yo lo vi estudiar con la misma seriedad con que atendía a un vecino; lo vi corregir exámenes cuando era maestro titular en la UACH durante quince años, y lo vi, también, corregir actas municipales con la misma paciencia. Esa discreta constancia le dio un sello, nunca ostentó el saber, lo ofrecía. Recuerdo a sus alumnos hablando de clases que no solo ilustraban sobre leyes sino que formaban carácter: “Don Mario nos enseñaba a pensar con decencia”, me decía uno de ellos en la puerta de El Degá tiempo atrás.
Sus años de militancia comenzaron temprano. En 1956, apoyó la campaña de don Teófilo Borunda, integrándose al Movimiento Juvenil Revolucionario, era entonces un joven con convicciones que buscaron cauces en la política sin perder la sensibilidad hacia la gente. Pasó por cargos partidistas y públicos; dirigente municipal en Juárez, presidente del Comité Directivo Estatal del PRI, diputado local, presidente del Congreso del Estado, delegado de la Secretaría de la Reforma Agraria, titular de la Comisión Agraria Mixta y delegado del ISSSTE. Cada una de esas plazas, la ocupó con la rigidez ética de quien no quiere que la función pública degrade la dignidad humana. Lo vi en mil reuniones, con campesinos reclamando agua y con médicos pidiendo recursos; siempre intentó tender puentes antes de levantar muros.
Cuando en 1985 resultó postulado junto a Fernando Baeza, su candidatura a la presidencia municipal de Chihuahua, no me sorprendió, pues era un hombre de talante sereno, con experiencia y, sobre todo, con la paciencia necesaria para gobernar una ciudad que reclama tanto en lo físico como en lo simbólico. Gobernó de 1986 a 1989, años en los que dejó huellas concretas y pequeñas grandes reparaciones en el tejido urbano; entre sus acciones más celebradas está la recuperación, el 2 de junio de 1988, de dos secciones del edificio de la Presidencia Municipal que habían sido vendidas a Banamex y Bancomer. No fue un acto de soberbia, fue una reparación del patrimonio común, un gesto que devolvía a la ciudad un trozo de sí misma. Lo recuerdo como una victoria que celebró con la modestia de quien pensaba que lo público debía ser de todos; años después, en agosto de 2023, el Municipio le rindió homenaje por aquel hecho, y no hubo sorpresa, la gente sabe reconocer cuando un servidor público restituyó con hechos la dignidad municipal. Pero si debo elegir una imagen que condense la esencia de don Mario, elijió el Café El Degá. Allí, en una mesa al fondo, se sentaba con quien quisiera escucharlo, estudiantes, abogados jóvenes, comerciantes, viejos amigos y quienes buscaban un consejo. Las conversaciones en El Degá eran un rito, un café, una sonrisa, una crítica medida y, sobre todo, una fe puesta en la ciudad.
En esas charlas se convenían proyectos, se reparaban desamores políticos y se tejían redes de afecto. Yo he pasado tardes enteras a su lado, escuchando cómo nombraba a Chihuahua con un orgullo que no era retórico; hablaba de sus calles, de sus plazas, del rumor del río Chuviscar, de las historias que guardaban las fachadas de cantera; hablaba como quien defiende lo propio con ternura, porque amaba esta ciudad como se ama a la familia. La familia fue, quizá, su centro más sagrado, casado con doña Silvia Mathieu Acosta, padre de cinco hijos, abuelo de ocho nietos y bisabuelo de cuatro bisnietos; don Mario, era hombre de manos cálidas en la casa y firmeza justa fuera de ella. En las horas en que la política exige mostrarse incólume, él volvía a lo doméstico, y se dejaba sostener por el afecto simple: una comida compartida, el festejo de un nacimiento, la paciencia con los nietos. Lo vi en momentos sencillos, cargando bolsas del mercado o platicando con los hijos en voz baja; su amor por los suyos, no fue jamás noticia en los periódicos porque era de esos afectos que rescatan la vida cotidiana.
También fue maestro quince años en la Universidad, no es un dato menor, formando generaciones de abogados y administradores públicos, y muchos de los que hoy desempeñan cargos, recuerdan su rigor pero también su humanidad. Cuando daba clases, no se limitaba a transmitir códigos, relataba casos, señalaba la dimensión ética de los actos y reclamaba que la ley fuera instrumento de justicia y no de opresión. ¿Cuántos servidores públicos actuaron, sin decirlo, siguiendo alguna frase suya pronunciada en un aula? Esa marca, la de educar para el servicio, es de las que perduran. En el ejercicio de la función pública, también supo mostrar firmeza. Su paso por la delegación del ISSSTE, lo llevó a atender demandas complejas de trabajadores y pensionados; su trabajo en la Reforma Agraria, lo situó en territorio de reclamos ancestrales. No fue hombre de estridencias, pero sí de respuestas; no buscó la foto, sino la resolución. Por eso su recuerdo no solo se redondea en anécdotas de café, sino en la paciencia con que atendió problemas concretos; una gestión sanitaria aquí, el respaldo a un proyecto educativo allá. Su política fue la de lo posible, hecha con constancia más que con grandilocuencia.
La vida pública de Mario tuvo también episodios de proyección nacional. Fue diputado federal en la LVI Legislatura, entre 1994 y 1997, y participó en la campaña presidencial de Luis Donaldo Colosio; en cada etapa, su sello fue la moderación, el diálogo y una sencilla convicción, la política debe servir para mejorar la vida de la gente. Incluso cuando los vientos eran adversos y la arena política amenazaba con arrastrarlo, él prefería el diálogo y el razonamiento. Quizá por eso las desavenencias nunca se volvieron odios personales; siempre dejó la puerta abierta a la reconciliación. Hoy, mientras escribo, me vienen a la memoria los rostros de quienes lo acompañaron en su camino, su esposa con el semblante sereno de quien comprende el destino compartido; los hijos, con la mezcla de dolor y orgullo; los nietos, que lo miraban como al castillo que protege la infancia. Y también vienen las voces de la ciudad, los comerciantes que le agradecieron porque recuperó parte del edificio municipal; los estudiantes que aprendieron a pensar; los ciudadanos que encontraron en “El Dega” el eco de un hombre que no se escondía. La noticia de su muerte corrió como un rumor lento, y pronto la plaza del centro se llenó de flores simbólicas y de historias que la gente se contaba en voz baja.
No sé aún las causas de su deceso, y no tengo intención de especular. Lo que sí puedo afirmar, con la certeza de quien lo conoció y conversó con él, es que don Mario se fue como vivió, con la dignidad de quien creyó siempre que la política puede ser oficio noble. Su legado no se reduce a cargos ni a fechas, aunque estas existan y deban recordarse, su administración municipal entre 1986 y 1989, la recuperación del patrimonio el 2 de junio de 1988, su labor docente, su labor legislativa. Su huella verdadera es otra, el respeto con que trató a las personas, la familia que cuidó, el café donde regaló tiempo y sabiduría, el orgullo con que hablaba de Chihuahua. Yo, que escribo desde la pena, quiero agradecerle públicamente, ¡gracias por las charlas en El Dega!, por las orientaciones dadas a quienes dudaban, por las gestiones que devolvieron patrimonio, por haber enseñado que la vida pública y la vida privada pueden, y deben, encontrarse en la honestidad.
¡Descanse en paz don Mario De la Torre Hernández!, se apaga una luz que alumbró calles, aulas y mesas de café, pero su recuerdo seguirá sirviendo como brújula para quienes aspiramos a una ciudad más justa y humana.
“Mesa de Café y Ciudad: Adiós a don Mario De la Torre Hernández”, forma parte de los Archivos Perdidos de las Crónicas Urbanas de Chihuahua.