
Hace unos días se volvió a viralizar uno de los hijos del expresidente Andrés Manuel López Obrador. ¿El motivo? El de siempre: lujos y excentricidades. Esta vez, José Ramón López Beltrán fue captado saliendo de una tienda Loro Piana en Houston, Texas, portando varias bolsas de compra, entre ellas una de la firma Hermès, marcas asociadas al llamado “lujo silencioso” y a prendas cuyo valor puede alcanzar cifras muy elevadas. El video, difundido en redes sociales, volvió a encender el debate público.
El tema de fondo no son las marcas ni el video, sino la incongruencia entre el discurso y la ideología que dieron origen a su movimiento. Durante años sostuvieron que quien tenía dinero era el “malo”, que el rico era el enemigo, y trataron —y siguen tratando— de adoctrinar al país en una cultura donde la riqueza se criminaliza. Sin embargo, al llegar al poder, muchos de ellos terminaron convirtiéndose exactamente en aquello que decían combatir.
Lejos de ser una crítica personal dirigida a MORENA o, en específico, al hijo del expresidente López Obrador, el señalamiento es otro: la falta de alineación entre lo que se dice y lo que se hace. Sea del partido que sea, del color que sea o del personaje que sea, cuando un político predica una cosa y actúa de manera contraria, envía una señal clara de desconfianza.
No está mal que una persona viaje, compre en tiendas caras o conduzca autos de lujo. El problema radica en el discurso previo. Durante años se insistió en que los políticos eran ricos por corrupción, que la ostentación era inmoral y que el bienestar material debía ser motivo de sospecha. Y, eventualmente, quienes sostuvieron ese mensaje terminan replicando esos mismos comportamientos.
Además, hay un elemento que no puede ignorarse: el simbolismo del poder. Ser hijo de un expresidente implica una responsabilidad pública adicional. No es un tema legal, pero sí político y ético. En un contexto donde se promovió la austeridad como principio moral, guardar la compostura, conducirse con prudencia y vivir de manera acorde al mensaje que se defendió no es una exigencia excesiva; es coherencia básica.
En política no se juzgan las marcas que se usan, sino la coherencia con la que se gobierna. El problema no es Hermès ni Loro Piana; “la bronca” es predicar austeridad mientras se vive opulencia, señalar enemigos mientras se imitan sus prácticas y exigir sacrificios mientras se disfruta el poder. Cuando el discurso se traiciona a sí mismo, lo que queda al descubierto no es el lujo, sino la hipocresía.