Un parque es un lugar común. No porque sea un cliché, sino porque es, literalmente, un espacio donde lo común —la comunidad, la comunalidad— se entrelaza con el tiempo, la vida y los afectos de las personas. Es ahí donde la vida transcurre en colectividad: se comparten alegrías y tristezas, y las acciones individuales repercuten en lo social, para bien o para mal. Un parque es, al mismo tiempo, un concepto y una infraestructura urbana fundamental, aunque raras veces se le dé la atención que merece.
¿Quién no guarda una buena anécdota en un parque? Un recuerdo con la familia, la pareja o las amistades. Tal vez fue escenario de una actividad cultural, una protesta, un partido de futbol, una reconciliación o una ruptura. A lo mejor allí encontraste un gato, un perro, o le tomaste cariño a un árbol. Quizá en una banca ocurrió algo que aún llevas contigo. Cada rincón puede ser el escondite de una historia.
Así se entrelaza la vida cotidiana individual con el transcurso histórico y colectivo de la sociedad. El parque Lerdo, ícono del centro de la ciudad, plantea sus propios misterios a quienes se preguntan por qué parece amurallado —y es que lo estuvo: fue una huerta privada, expropiada para convertirse en bien público—. Lo mismo ocurre con la deportiva “vieja”, o con cada parque de las colonias, desde donde se asoman los cerros, se escuchan las risas de los niños, se ejercitan las familias o simplemente se descansa bajo una sombra.
Pero hoy, nuestros parques están en peligro.
A pesar de contar con árboles petrificados, monumentos históricos y artísticos, algunas especies arbóreas longevas y tal vez las últimas áreas verdes dentro de la mancha urbana, los parques de Chihuahua sufren un abandono sistemático por parte de quienes administran la ciudad. Lejos de ser reconocidos como bienes comunes, son tratados como mercancía o negocio para contratistas que poco o nada saben sobre el cuidado de áreas verdes, y mucho menos, sobre el valor comunitario de los parques.
La mayoría no cuenta con especies nativas; en cambio, abundan árboles exóticos como lilas, cipreses de Arizona o eucaliptos, que, además de tener dificultades para adaptarse al calor extremo, consumen grandes cantidades de agua sin aportar equilibrio ecológico. Y mientras tanto, casi todos los parques están secos. Pero atención: no es por la mentada "sequía".
Muchos de estos parques fueron construidos en las faldas de los cerros y forman parte de un ecosistema urbano más amplio. En ellos brotan especies silvestres, flores y plantas medicinales que, en vez de ser valoradas, son erradicadas como si fueran “maleza”. Las cuadrillas de mantenimiento suelen dejar la basura plástica, pero arrasan con cualquier brote verde, llenando de polvo y ruido la zona con sus desbrozadoras. Y todo eso lo pagamos con nuestros impuestos.
Parece que nuestras autoridades olvidan que son empleados del pueblo. Se han asumido como dueños de lo público y lo administran de manera patética. No saben cuidar ni un parque ni un jardín. Son eficientes, eso sí, para matar las plantas, secar la tierra y culpar a la sequía de lo que en realidad es negligencia. Mientras la ciudadanía no recuperemos la responsabilidad y la gestión directa de nuestros espacios públicos, los árboles seguirán muriendo —aunque haya riego—, y donde debería haber verde, seguirá habiendo tierra erosionada.
Es hora de actuar.
Salvemos los parques. Salvemos la vida comunitaria.